miércoles, 18 de septiembre de 2019

Madera de Teca




A veces asomarse a las olas produce vértigo… por eso llevo siempre un cabo atado al tobillo. 

Porque a veces la atracción del abismo es tan grande que me dejo caer y me quedo ahí, flotando sobre la nada profunda mientras el barco sigue su rumbo en silencio hasta que se consume toda la longitud del cabo y me arrastra... sin compasión me arrastra y, sin proponérmelo, me convierto en un ancla flotante, en la carnada definitiva, en un pedazo de… algo atrapado en su estela.

Ya ni siquiera intento comprender de qué me libera esa falaz renuncia a la vida. ¿Acaso no soy libre ya?.

El silencio es interior. Bajo el agua las mareas son un rumor antiguo e infinito, monótono. Sobre las olas chillan las gaviotas, chasquean las olas contra la madera de teca y las drizas, tensas como un arpa, desgranan las notas de la melodía audaz del viento. Ahí afuera el silencio no existe. 

Y de nada sirve cerrar los párpados, la luz inclemente del caribe los taladra y uno ve. 

Uno ve allá lejos, entre hermosos destellos, a la muerte alada flotando impávida contra el azul sin nubes. Inmóvil, desentendida, parece pintada en el cielo, una mentira migrando entre mundos disfrazada de ave. 

El otro día, en el confín de su peñero, unos pescadores hablaban en millas y calculaban en brazas y yo me preguntaba - “¿En dónde estoy?”- mientras palpaba mi tobillo desnudo.

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