martes, 23 de marzo de 2021

Ismael


Puedes llamarme Ismael. - me dijo.

La voz era un susurro áspero y rugoso como su piel. Sonaba, si me lo permiten, como el roce de los guijarros al retirarse la marea, ¿saben a qué me refiero?, ese sonido polifónico e ininteligible de gravilla que se desplaza, se arrastra, se desmorona y sin embargo, por lo que pueda valer, por lo que pueda durar, también se pule con paciencia y sin remedio.

Le miro a los ojos, al fondo de esos ojos de un azul pálido y traslúcido, velados por cataratas. No sé si él me veía a mi, no lo creo. El reflejo del ocaso bailaba turbio en sus pupilas mientras hacía un esfuerzo evidente por enfocarme; finalmente y con un suspiro de derrota desvió su mirada al mar, hacia el camino imposible que sobre las olas conducía al sol agonizante.

Un segundo suspiro acompañó el presagio de una sonrisa. Un giro leve de su cabeza con un gesto de picardía rescatado de un pasado en el que seguramente este gesto fue frecuente. Tomó el extremo de un grueso cabo de cáñamo de entre el montón sobre el que estábamos sentados y comenzó a deshacerle, a desandar los caminos de las fibras explorando las rutas de regreso a su memoria.

Yo también sonreí y guardé silencio, aun teníamos tiempo.

Con cierto desenfado comenzó a contarme la historia de aquel tiempo en que decidió explorar la parte acuática del mundo y aquello que pensé solo sería una anécdota poco a poco se fue desarrollando en una historia de vida y muerte, de amistad y camaradería pero también de ira, de venganza y de ambición, de traición y egoísmo.

Mientras hablaba sus dedos hacían y deshacían toda clase de nudos en el cáñamo y solo se detenían cuando las lágrimas anegaban sus ojos. Sus manos tenían la destreza adquirida tras toda una vida sobre la cubierta de innumerables barcos y aun así, por momentos, tropezaban entre si con cierta torpeza. Lanzados a gran velocidad sus dedos parecían luchar por transmitir las emociones que su voz ya no podía expresar, las angustias, las alegrías, las maravillas atestiguadas.

Mientras relataba su historia mantenía la mirada fija en el recuerdo del sol, en la memoria del blanco fulgor del leviatán asesino entre la espuma de un mar embravecido. Si, también yo recuerdo aquel día.

La historia se alarga, se profundiza, menudea en los más minuciosos detalles y sobre nuestra playa cae la noche. La mirada de Ismael es inmune al silencioso laberinto de oscuridad que nos rodea. El tiempo simula detenerse y el débil candil de una luna renuente que apenas asoma hace resaltar el tinte azul violáceo de las infinitas rutas que las venas, y la vida, han marcado en su nariz. Cartas de marear tatuadas por el empeño del olvido en cientos de tabernas. Rutas que infructuosamente, obstinadamente, intentan extenderse a sus mejillas requemadas pero que irremisiblemente mueren contra el farallón rebelde de una barba hirsuta y canosa.

Conozco el final de esta historia, el final de su historia.

Con levedad poso mi mano en su hombro y el relato se detiene. Una sílaba se pierde entre unos labios temblorosos escurriéndose arropada en un suspiro resignado. Pero no tarda en asomar nuevamente el gesto pícaro, el anuncio de una sonrisa teñida de perdón. La mirada resuelta que durante gran parte de su vida había lucido en su rostro regresó diáfana y transparente de comprensión.

Lo ayudo a levantarse y con un lento ademán le invito a acompañarme. Titubea. Sigue aferrado al extremo del cabo aun después de dar un par de pasos. Sus dedos hábiles finalmente deshacen el último nudo que habían hecho y sueltan la cuerda que cae pesada y dócil en la arena.

He escuchado decir que me llevó a los hombres con un beso, no es verdad. Ismael y yo caminamos despacio por la playa abrazados como viejos camaradas. He estado muy cerca de él a lo largo de su azarosa vida y él finalmente me reconoce.

- Estabas allí… 
- Si.
- Y…
- También.

Siento en mi abrazo como sus hombros se relajan, como su cuerpo se yergue ligeramente, como el peso de la incertidumbre que atormenta a todo hombre sobre la tierra queda atrás, abandonado en la estela del olvido donde se hunden las cosas sin importancia. En la orilla el frío del agua en sus pies descalzos le detiene. Con una sonrisa abro su mano y en ella dejo caer dos monedas, dos piezas de oro, dos onzas de oro español como aquella que clavó Ahab en el mástil del Pequod. Las acaricia con el pulgar, hay cierta añoranza en la expresión de Ismael.

El viento sopla de través levantando pequeñas crestas en las suaves ondas que llegan a la playa, la ligera espuma vuela brevemente semejando chispas. Ismael cierra el puño, aprieta con firmeza las monedas decidido a no perderlas y continua avanzando. Lo seguí con la mirada mientras recorría el camino imposible que sobre las olas conducía a una luna gibosa e inquieta; una criatura blanca que apenas se vislumbraba rozando el horizonte, con sus cráteres como agujeros en la aleta de estribor, que parecía más dispuesta a regresar a las profundidades del mar que a esperar por Ismael y alzarse hacia el firmamento.

Lo acompaño con la mirada hasta el borde de lo visible. Pequeñas aves vuelan gritando sobre él. Finalmente un luminoso destello compite en silencio con la blancura del leviatán de los cielos y de nuevo la parsimoniosa oscuridad cubre este lado del mundo.

Ismael ha vuelto a casa y tras de si el gran sudario del mar se cierra y continua meciéndose como se ha mecido desde el inicio del tiempo.

Antes de irme me detengo unos segundos a contemplar el cuerpo sin vida de Ismael, sentado sobre un montón de cuerdas a la vera de un bote abandonado, con el extremo de un cabo de cáñamo entre las manos y un nudo a medio hacer.

Fin.













jueves, 1 de octubre de 2020

POTUS


 

 

 

- "No me arrepiento... 

No me arrepiento" -
 

La breve frase repetida como una letanía pugnaba por encontrar una salida entre sus labios apretados, rebotaba en el interior de su cráneo activando emociones de miedo, rabia… frustración.
 

- ¡No me arrepiento!.- Se repetía sin parar. Frunciendo el ceño respiraba profundamente por la nariz, abriendo al máximo las fosas nasales por donde entraba, tal vez por última vez, el perfume de un jardín húmedo de lluvia al que nunca prestó mayor atención. - No-me-a-rre-pien-to – cada sílaba remarcaba un paso firme que enterraba el tacón del zapato en la tierra blanda y aplastaba con su huella el césped cuidadosamente recortado.
 

Las escaleras del helicóptero le recordaron las de un cadalso y él mismo se sentía un condenado, sabía que una vez traspusiera esa puerta metálica que le esperaba abierta de par en par todo habría terminado para él. A partir de ese punto todo sería definitivo, todo sería inevitable, irreparable.
 

Miró de reojo al marine que custodiaba la escalera y por el tiempo que le tomó dar un par de pasos dudó si debía saludarlo como dicta la costumbre; el joven permanecía firme mirando a la nada como indica el protocolo y probablemente no notó el gesto apenas amagado de saludo que le dirigió al tiempo de poner su pie en el primer escalón.
 

Le habían indicado que no lo hiciera, no, no… le habían dado instrucciones precisas y específicas para que no lo hiciera y sin embargo… en un irrefrenable arranque de furia, pequeña y fútil venganza, en el último escalón se dio media vuelta y encaró a la prensa y demás personas que a cierta distancia atestiguaban su partida. Por un muy breve instante no supo que hacer, de hecho no supo por qué había contravenido las instrucciones que le habían dado pero finalmente y sin poder hacer nada más, se despidió de todos con un gesto que era ya conocido en él pero que en esas circunstancias y con la rabia que lo embargaba terminó siendo un manotazo al aire, un despectivo “ahí les dejo esa mierda” que, de haber tenido una, habría retratado con precisión el estado de su alma en ese momento.
 

En el interior del helicóptero le esperaban el Gral. Quakermain, el Dr. Hoffell y un joven soldado de rostro genérico que no conocía pero que, sin embargo, le resultaba tremendamente familiar. El General, rubicundo como siempre y usualmente bonachón le miraba ahora con el reproche pintado en el rostro; el Doctor, como de costumbre, se miraba la punta de los zapatos pero bajo la descuidada melena se le notaba el ceño fruncido. - “Puto Hippie” – pensó al sentarse y mientras la puerta se cerraba se encogió de hombros y en voz bien alta finalmente, de cara al Gral. y al Dr., liberó aquella breve frase que seguía rebotando en su cabeza - ¡No me arrepiento! -.
 

El helicóptero se separó de tierra y comenzó su ascensión, el verde jardín, la enorme casa, las sabandijas de la prensa que se habían reunido para atestiguar su partida se iban alejando, haciéndose más pequeñas, menos importantes.
 

Pegó la nariz al vidrio de seguridad de la ventana y, dirigiéndose a aquellas insignificantes hormigas, siguió repitiendo, cada vez en voz más alta – No me arrepiento, ¡No me arrepiento! -. Desde lo alto se notaban algunos parches parduzcos en el verde jardín, se veían algunas manchas en la prístina cobertura de la casa, se veían los años de discreto descuido, desde ahí arriba y por primera vez todo aquello le parecía poca cosa y con una risa que vino de lo profundo de su ser repitió su gesto final y verbalizó sus sentimientos - ¡Ahí les dejo esa mierda! AHAHAHAHAA… ¡AHÍ LES DEJO ESA MIERDA! -.
 

Mientras reía y gritaba cada vez más enloquecido un extraño tic pareció apoderarse de su cuello, su pierna derecha subía y bajaba apoyada en la punta del pie, golpeando con el tacón contra la alfombra azul que cubría la chapa metálica del piso. El Doctor apoyó los codos en las rodillas y entrelazando las manos cerró los ojos, el General, con el rostro enrojecido resoplaba en su asiento.
 

Él seguía gritando y riendo como loco, su cuello ya crispado de medio lado y su pierna taconeando sin control, los puños apretados. El Doctor, casi sin moverse abrió los ojos y miró al General que no le había quitado los ojos de encima. Con un gesto leve de la cabeza dio una respuesta negativa a la pregunta que le formulaban los ojos del militar, ambos desviaron la mirada hacia el maníaco que les acompañaba. El joven soldado de rostro genérico permanecía imperturbable a su lado.
 

Cuando sus miradas se volvieron a cruzar unos segundos más tarde el Doctor movió con levedad su cabeza otra vez, en esta ocasión dando una respuesta afirmativa a la nueva pregunta silenciosa del General, este miró al joven soldado y con firmeza pronunció su nombre - ¡Kowalsky! -. El joven soldado extendió su brazo izquierdo y con delicadeza colocó su mano en la nuca del Ex-Presidente, localizó la parte blanda en la base del cráneo donde se había ocultado el botón y lo pulsó.
 

- AHAHAHAAHA… NO ME ARREPIENTO DE NADA Y AHÍ LES DEJO ESA M… - El silencio ocupó toda la cabina, el cuerpo quedó retorcido, echado hacia adelante con el rostro pegado al cristal, la pierna en alto y el cuello torcido hacia la derecha, los labios fruncidos en medio de una sílaba que quedó prisionera… las manos apretadas en puños. El Doctor dio un largo suspiro mientras se echaba para atrás y descansaba contra el respaldo de su asiento. A través de su ventana podía ver el alto obelisco alejarse, un ominoso dedo blanco apuntando al vacío del cielo.
 

El General, que no se había movido, seguía erguido en su asiento con el rostro rubicundo de siempre y la mirada severa, también suspiró con cierto alivio cuando se hizo el silencio y formuló una nueva pregunta, - ¿Y bien? -.
 

El Dr. Karl T. Hoffell pensó en todos los años que había dedicado al proyecto y hasta qué punto había comprometido su carrera, su reputación y, tal vez, dada la magnitud y el nivel de seguridad nacional implicado, su propia vida en él y sin quitar los ojos del blanco dedo de piedra que se alejaba respondió en tono cansado – Llévenlo al Instituto, tal vez podamos aprovechar algunos de los circuitos en los otros sujetos. -
 

El joven Kowalsky pensó en “los otros sujetos” que se estaban preparando en el Instituto para ocupar tan alto cargo por los siguientes cincuenta años y supo de inmediato que utilizar esos circuitos sería un grave error... pero permaneció impasible y en silencio, su rostro genérico e inexpresivo mirando a la nada frente a él... no había sido programado para opinar.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Madera de Teca




A veces asomarse a las olas produce vértigo… por eso llevo siempre un cabo atado al tobillo. 

Porque a veces la atracción del abismo es tan grande que me dejo caer y me quedo ahí, flotando sobre la nada profunda mientras el barco sigue su rumbo en silencio hasta que se consume toda la longitud del cabo y me arrastra... sin compasión me arrastra y, sin proponérmelo, me convierto en un ancla flotante, en la carnada definitiva, en un pedazo de… algo atrapado en su estela.

Ya ni siquiera intento comprender de qué me libera esa falaz renuncia a la vida. ¿Acaso no soy libre ya?.

El silencio es interior. Bajo el agua las mareas son un rumor antiguo e infinito, monótono. Sobre las olas chillan las gaviotas, chasquean las olas contra la madera de teca y las drizas, tensas como un arpa, desgranan las notas de la melodía audaz del viento. Ahí afuera el silencio no existe. 

Y de nada sirve cerrar los párpados, la luz inclemente del caribe los taladra y uno ve. 

Uno ve allá lejos, entre hermosos destellos, a la muerte alada flotando impávida contra el azul sin nubes. Inmóvil, desentendida, parece pintada en el cielo, una mentira migrando entre mundos disfrazada de ave. 

El otro día, en el confín de su peñero, unos pescadores hablaban en millas y calculaban en brazas y yo me preguntaba - “¿En dónde estoy?”- mientras palpaba mi tobillo desnudo.

martes, 20 de agosto de 2019

Antes de la pela (haz memoria)


 Si vale, haz memoria. Hace tiempo que... ¿cuánto tiempo?... pfff... no lo sé, no me acuerdo... sé que más de una vez vinimos tú y yo solos, no era la primera vez que tu y yo estábamos aquí por nuestra cuenta. Fué hace mucho tiempo. Recuerdo que nada más llegar te quitaste los zapatos y te fuiste corriendo, lo veo clarito como si estuviese sucediendo en este instante; te grité que volvieras, que ibas a dejar las medias perdidas de tierra y no me hiciste caso.


Si, en serio, es que ni volteaste... no te rías... no es joda. Yo estaba aquí parado como un pendejo llamándote con tus zapatos en la mano y tú ni pendiente, ya estabas trepando por la escalera del tobogán... yo no sabía qué hacer, quería correr detrás de tí, (y quería jugar pues), pero no sabía qué hacer con tus zapatos, dónde dejarlos para que no se perdieran. De alguna manera asumí que era responsable de ellos a la vez que lo era de ti... ¿Eh?... pfff no lo sé, yo tendría unos 12 años o por ahí y tú un poquito menos, ¿cuánto te llevo?... bueno, pues eso más o menos.

Te lanzaste por el tobogán más alto, por ese... creo... pero entonces era amarillo o... tal vez naranja, lo recuerdo brillante, nuevo y me acuerdo de tu cara de felicidad mientras volabas hacia abajo arrastrando el trasero sobre la chapa, te reías como una loca y apenas llegabas abajo corrías para subirte de nuevo.

Cada vez que te levantabas para correr de nuevo hacia la escalera yo veía mortificado la falda de tu vestido más y más arrugada, en cada bajada se ensuciaba un poco más del tizne de la chapa, qué peo pana y a ti no te importaba ¿cómo te iba a importar? tú estabas en lo tuyo... qué sé yo, era una tela gruesa, y ve tú a saber que le echaban al lavarla que la vaina era rígida, tiesa... ajá, así mismo te reías entonces... las arrugas se marcaban y eran grandes; cada vez que bajabas se hacían más pronunciadas, tu falda se levantaba por detrás cada vez más y se quedaba así mira... sostenida por las arrugas.

Llegó un punto en que la falda estaba totalmente levantada hacia tu espalda y te deslizabas sobre tus pantaleticas pero claro, era poca tela y tus nalgas y muslos se frenaban en el tobogán y en vez de bajar volando bajabas como con espasmos "Chop-Chop-Chop" sonaba la vaina... en serio, sonaba como chupones cada vez que tu piel se frenaba en la chapa.

¿Yo? ¿dónde más?, aquí abajo, a la pata del tobogan con tus zapatos en la mano pidiéndote que pararas, que nos iban a regañar, que te iban a dar una pela por ensuciar las medias y arrugar el vestido y a mí por haberte dejado hacerlo siendo el que supuestamente debía cuidarte... pero tú eres tú y siempre has sido y serás tú.

No te ibas a dejar sabotear la diversión ni por mí ni por el tobogán ni por la perspectiva de una pela y para evitar los frenazos tu solución fué lanzarte sobre tu espalda con las piernas en alto... carajo chica... yo solo podía pensar en como estabas dejando el resto del vestido mientras veía tu culito mal enfundado en la pantaletica (ya hecha un desastre) volando hacía mí...

No, no sé... ni idea... hasta que te cansaste supongo... corrías por aquí, por mi lado como si yo no existiese, como si lo único en el mundo fuese montarse otra vez en esta vaina y volar cuesta abajo... y otra vez para arriba... y otra vez para abajo... creo que paraste cuando ya tu vestido estaba del todo arremangado en tu espalda y de nuevo tu piel te frenaba.

Una y otra vez vi tus nalguitas rebotando con la pantaletica sumida entre ellas en tu carrera hasta la escalera y luego volando hacia mí a velocidad de vértigo en la bajada. Tu piel estaba enrojecida, los muslos, las nalgas, la parte baja de la espalda... me imagino que te empezó a molestar y ahí fué cuando paraste.

Nada... ¿ya qué iba a decirte?... tenía rato ahí parado viendo tus idas y venidas. Tu cara estaba roja, los cachetes pana... eran como la propaganda aquella de los "simpáticos muchachitos andinos" jajaja, si de pana, tenías los cachetes tan "toteados" por el acaloramiento de las carreras como el trasero por el roce con el tobogán y respirabas por la boca, profundo, acelerada, con los ojos pelados y con gruesos chorretes de sudor resbalando por tu cara.

Caminaste con dificultad hasta ese banco de allá y vi en tu cara que no estabas cómoda sentada, te ardía el trasero. Te di los zapatos y viendo el desastre de medias preferí mirar a otro lado y escarbar en el bolsillo, rescatar el dinero que me había dado tu mamá e ir a comprarte un fresco donde el carajo de las cotufas pues a fin de cuentas a eso habíamos venido.

Caminabas muy despacio de regreso a casa dando pequeños sorbitos a la lata de Pepsi, podía ver que estabas entre dolorida y preocupada, ya te había caido la locha del desastre que habías hecho con tu ropa, ahora si eras consciente de la pela ¿y en ese trasero lastimado?... Ay papá...

A media cuadra de tu casa, cuando íbamos por el taller de Cayayo te paraste y tu cara de angustia era total, tanto que me sacó de los pensamientos que venía rumiando en silencio desde el parque; te señalé el callejón de la parroquia y te dije - "Ven, vamos a ver que tan mal está" - y nos fuimos hasta el fondo, detrás de la reja que bordea el monte.

Allá arriba, al final de la tarde, bajo el árbol de pomalaca y entre la maleza me senté en una piedra, tú me diste la espalda ... y te subiste la falda.

Tu piel estaba totalmente roja, tenía hasta puntitos que parecían diminutas gotitas de sangre, como cuando uno se hace un raspón con el asfalto... estaba mal, ya incluso estaba empezando a inflamarse... ¿Eh?... todo mijita, pero es que todo... toda esta parte, desde aquí hasta aquí, de medio muslo hasta acá arriba.

Con cuidado tomé la goma de tus pantaleticas y tiré despacio hacia abajo ... hasta los tobillos. Tus nalguitas estaban francamente irritadas. Dos grandes rosetones trepaban desde tus muslos y traspasaban la marca del traje de baño hasta donde tu piel era tan blanca que parecía leche azucarada y se extendían hasta casi llegar al coxis; con cuidado posé mi mano en una de las nalgas y la separé un poco de su gemela... el rosetón también se extendía entre ellas.

Un calor desconocido se extendió por todo mi cuerpo y el feliz asombro de la suave redondez de tu nalga en mi mano fué desterrado por la rabia al verte tan lastimada. - "¿Cuántas veces te llamé?, ¿cuántas veces te dije que pararas?" - .... - "Mira esta vaina" - te regañé muy serio... si, en serio.

Tus hombros se sacudieron, estabas a esto de ponerte a llorar... tus nalgas maltratadas me llamaron a la ternura; te quité la lata de refresco de la mano y con el último hálito de frescura que le quedaba la fuí posando en tu trasero intentando aliviar en algo tu dolor, luego con mi mano húmeda y fresca las fuí acariciando suavemente mientras... si,... mientras te hablaba despacito... no, no me acuerdo que tonterías te decía... da igual, ya no sabría decirte si aquello que musitaba era para calmarte o para ganar tiempo y seguir acariciándote.

En cualquier caso tú ya estabas más tranquila, yo te seguía acariciando; por instantes sentía en mi crecer el impulso, la necesidad imperiosa... hasta que finalmente acerqué mis labios y las besé suavemente, tú no dijiste nada ni te moviste así que yo seguí y, en una de esas, sin avisar, te doblaste por la cintura y a pocos centímetros de mi cara tu trasero rosado y redondo separó levemente las nalgas... y sin haberlo pensado ese beso fué directo al centro... no tuve tiempo de darme cuenta de lo que había pasado antes que te enderezaras de un brinco.

Te volteaste y me miraste con los ojos abiertos de par en par, con la mano tapabas tu boca... tu cara roja como un tomate estaba a mitad de camino entre la sorpresa y la carcajada. No me atreví a decir ni media palabra... pero te lo juro, esa imagen en primer plano y esa sensación a la vez fresca y culpable de esos besos apresurados es uno de mis más atesorados fetiches.

En fin. Se hacía oscuro, los perros ladraban por los lados de la plaza. Me levanté disimulando mi turbación y tratando de domar la incomodidad de mi entrepierna a pellizcos; te subiste las pantaleticas, te acomodaste como pudiste la falda de tu maltrecho vestido y corrimos (o casi) hasta tu casa...

Esa fué... que si chica, haz memoria... esa fué la primera vez que te besé el trasero... ¿cómo no te vas a acordar?, de pana... esa fué la primera vez.

Jajajaja... de bolas que nos dieron una pela... a los dos, por la ropa, por la hora... por todo... pero bien que valió la pena.

viernes, 2 de agosto de 2019

De Súcubos y Visitaciones


Invade mi noche embozada en la oscuridad densa de la luna nueva, silenciando grillos y espantando a los gatos pardos que se evaden presurosos de su estela. Anuncia su llegada deteniendo el viento, borrando el tiempo.

Los barrotes de mi ventana no son obstáculo. A su paso, como largas y vaporosas alas, alzan las silenciosas cortinas su infructuoso vuelo; hacen bucles, dibujan ondas, se rizan alrededor de su cuerpo impalpable como llamaradas blancas, como una explosión de espuma repelida por el núcleo ardiente de su presencia.

Me mira tendido en mi lecho, inclina su apetito sobre mí y colma mi sueño de ávidas uñas que recorren mi cuerpo con prisas, dibujando arcanos glifos que arden en la piel como quemaduras de cuchillos al rojo vivo; arañazos que abren surcos en mi pecho de arena donde siembra su semilla de lujuria salvaje, sentenciando a mi alma a ser abismo, a ser un pozo donde volcar su deseo antiguo e insaciable...

Y se ríe poniendo a la noche en suspenso.

Rechinan afilados y luminosos sus dientes junto a mi cuello. Sus labios brillantes desgranan en mi oído interminables retahílas de palabras soeces, de procaces amenazas. Su voz, con la aspereza de una llama que muere crepitando sobre rescoldos, me reclama en propiedad con palabras ininteligibles que imprimen en mis sentidos fantasmagóricos tatuajes de retorcidos rituales, holocaustos para la glorificación de su sexo.

La mujer primordial, la única, la definitiva

El peso de su cuerpo me paraliza, su perfume a profundidades me embriaga y me envenena dejándome inerme, indefenso ante sus caprichos. En el calor de su boca, en la firmeza brusca de su mano, en su cuerpo de niebla la erección es dolorosa y absoluta. Me toma sin contemplaciones y cabalga mis despojos con furia, con deliberada y calibrada violencia y se ríe. Sus nalgas golpean mis muslos, su pelvis machaca la mía hundiéndome con cada embestida un poco más en la locura... y se ríe. Curva su espalda hacia atrás y sus senos inalcanzables, inasibles, bailan ante mis ojos describiendo el infinito con sus pezones encendidos como brasas, como ojos de otro mundo que me marean y me dominan y de nuevo ríe como ninguna criatura ha reído jamás.

El orgasmo atenaza mis testículos, voy a morir dentro de ella, lo sé. Voy a terminar mi existencia expulsando la poca vida que me queda en una eyaculación brutal y definitiva... y ella lo sabe, eso es justamente lo que quiere. Lo siente venir y ya no ríe, se inclina sobre mí sin dejar de moverse, sus uñas se entierran en mi pecho, escarban profundo y se hincan en mi corazón desbocado; una sonrisa enorme se dibuja en su rostro y sus ojos se clavan en los míos, brillantes, expectantes, burlones...

Mi cuerpo se sacude en una violenta convulsión, me licuo, fluyo como un torrente impetuoso a través de mi mismo derramándome dentro de su bruma y, mientras el universo se borra para mí, en sus ojos encendidos alcanzo a ver reflejado mi mayor miedo...

Despertar de este sueño...

domingo, 12 de agosto de 2018

Una noche en el fin del mundo

El amanecer era una esperanza lejana y por angustiosos momentos tenía la impresión de ser el único consciente de ello.

El limpiaparabrisas ante mis ojos se bate con desespero contra la masa de agua que cubre el grueso cristal que milagrosamente aún mantiene con entereza su estructura original.

El piso bajo mis pies se alza inesperadamente empujando mi peso y doblando mis rodillas, desequilibrándome para poco después desplomarse lejos de mí dejándome colgado de la nada; muchas veces golpeé mi frente contra el cristal, muchas veces estuve a punto de caer y rodar y terminar así de perder la poca dignidad que había podido conservar en esta noche que no parecía tener ganas de terminar.

Al otro extremo del ancho ventanal el capitán me mira con curiosidad, hay un brillo burlón en esas huidizas pupilas grises que parecen saberlo todo, unos ojos que muchas veces, da la impresión, le bastan para decirlo todo; a veces dirige miradas cómplices a su segundo, a veces incluso al piloto que a duras penas se mantiene erguido ante el timón mientras se afana en mantener el rumbo señalado en el brillante ámbar del fondo de una pantalla.

- Viene otra – Articula en voz baja el capitán en la semi-penumbra de pequeñas lucecitas rojas y verdes parpadeantes del puente, no necesita añadir nada más, el segundo de inmediato pulsa el botón que tiene a su lado y suena breve y aguda una sirena al tiempo que el piso se inclina, la proa se levanta, los potentes faros en el exterior registran la explosión de agua contra el casco e iluminan la veloz arremetida de una montaña de agua y espuma contra los cristales que finalmente se despejan más por efecto de la gravedad y el viento que por el patético esfuerzo del tenaz limpiaparabrisas.

- Parecía más grande – Añade buscando en el bolsillo de su chaqueta el paquete de cigarrillos; lo dice tranquilo, convencido, aún cuando yo, a su lado, he visto estrellarse frente a mis narices esa barbaridad de agua, cuando todos mis sentidos están ya gritándome que el enorme navío se precipita hacia la profunda sima que invariablemente sucede a cada una de estas olas… una carrera cuesta abajo que precede a la inevitable subida, la siguiente embestida. Incrédulo lo miro casi con pánico y él siente que debe explicarse.

- Son veintisiete años navegando Doctor, y de ellos más de doce en esta ruta – Hace una breve pausa sin dejar de mirarme mientras señala hacia la noche que se extiende más allá de los cristales; ahora la tosca geografía de su rostro se destaca en tonos rojos y naranjas por el fogonazo del fósforo con que enciende el cigarrillo. - Créame que no fue grande – Y casi sin mediar pausa y sin cambiar de tono anuncia: - Viene otra – y de inmediato el segundo, en un reflejo casi pavloviano pulsa el botón.

En esta oportunidad, antes de la abrupta elevación de esta pequeña burbuja de acero y cristal que habito accidentalmente mi cuerpo se impulsa hacia adelante y de nuevo golpeo mi frente contra el marco de la ventana, claramente la masa de agua es tal que ha logrado frenar el barco; la fuerza con que nos ha embestido, o nosotros a ella, es de tal magnitud que los dos enormes motores, lo último en ingeniería alemana, resultan incapaces, insuficientes para propulsar el barco.

Rígido y frío por el pánico atestiguo el anuncio de mi propia muerte. Ante mis ojos, a la luz blanca y potente de los reflectores, la proa hiende el vientre de un monstruo que prosigue su avance sin inmutarse, una pared negra que avanza inexorable hacia nosotros los pequeños, los insectos. Dentro de su negrura va desapareciendo el casco a una velocidad de vértigo abandonando este mundo convulso, precipitándose de regreso hacia la matriz de la nada.

Cuando el agua alcanza la cabina esta se cimbra y mi frente se estrella con un nuevo golpe contra la ventana que me hace rebotar para de inmediato caer sentado; el tiempo parece hacer una odiosa pausa en la que el agónico crujido de la estructura se extiende y multiplica en un rumor quejumbroso de metal empujado al límite de su resistencia y, mientras el piso comienza finalmente a elevarse haciéndome rodar, veo por todas las ventanas el mar como una negra mortaja abrazando el puente. Ruedo y resbalo como un objeto inútil y sin voluntad por el piso de linóleo para finalmente ser detenido violentamente por la pared de falsa madera al fondo de la cabina bajo el inmenso logo de la naviera cuyas estudiadas luces azules parpadean repetidamente como expresando perplejidad.

Los enormes motores gemelos finalmente ven premiada su tenacidad; en retrospectiva, vienen a mi mente imágenes de portentosos bueyes mitológicos que contra toda esperanza vencen la resistencia del agua. Ese par de máquinas de acero finamente calibrado empujan a una con un esfuerzo tremendo que se transmite a toda la nave haciendo vibrar la estructura en aguda tesitura y, (me los imagino bramando), logran sacarnos al otro lado de la muerte.

Benditos sean los ingenieros alemanes.

El segundo, jadeando y con los ojos abiertos de par en par, las cejas arqueadas y con la mandíbula tan apretada que desfigura su rostro huesudo en un rictus que parece casi anunciar la inminencia de un grito desesperado, a la vez que el mayor esfuerzo por contenerlo, me ayuda a levantarme tirando de mi brazo o más bien de la manga de mi chaqueta; el capitán, con las piernas separadas, las rodillas dobladas, y su espalda lejos de la postura erguida y aplomada que acostumbra, aún se sujeta con ambas manos a la barra metálica que corre bajo la ventana; parece buscar fuera de los cristales restos de la fatalidad que acaba de sacudirnos. El timonel tiene los nudillos blancos por la fuerza con que se mantiene aferrado al escueto aro del timón y tiene una expresión que dista mucho de la compostura esperada en un prospecto de lobo de mar, su cabeza oscila casi imperceptiblemente con un ligero temblor. La respiración de todos es sonora, agitada y profunda; el capitán, con voz rápida y grave exige a su segundo un informe de daños y que de inmediato se verifique la posición y la ruta del buque porque – Cabalgamos esa bestia un buen trecho y seguramente nos hizo retroceder y desviarnos – Vuelve a respirar profundo un par de veces y finalmente se suelta de la barra y se mira las manos como tratando de recordar o de entender, girando la cabeza revisa el suelo a su alrededor y suspirando, con gesto mecánico echa una mano temblorosa al bolsillo de su pechera buscando otro cigarrillo.

Una tras otra las olas golpean el barco, la noche aún no termina. El silencio que ostensiblemente se adueñó de nuestro espacio es interrumpido a intervalos irregulares cada vez que el segundo repite el ininteligible informe que eventualmente cada sección del barco hace llegar al puente por el intercomunicador. Finalmente cesan las voces ásperas que por el pequeño parlante carraspean escuetos informes en los que declaran en qué condiciones ha quedado cada sección del barco y sus tripulantes y con ellas calla también el eco automático del segundo. Tras las breves instrucciones para la necesaria corrección del rumbo, una pausa de espeso silencio se instala entre nosotros.

Cada nueva elevación de la nave revive en mí el temor a toparnos con otra bestia, sin embargo todos a mi alrededor parecen haber recobrado cierto grado de compostura, mis tres acompañantes tienen ahora un aire profesional y circunspecto que a mí verdaderamente no me ayuda gran cosa para disipar del alma el pesado manto de terror que nos arropó unos minutos antes y cuyos jirones parecen permanecer pegados a nuestro ánimo.

Momentos antes de deslizarnos de nuevo hacia el vacío que deja tras de si una ola, en ese brevísimo pero distinguible punto muerto al elevarse el barco al cielo y justo antes de caer, puedo ver a la distancia, entre la bruma y la cortina de lluvia que nos destaca en primer plano la luz de los reflectores, un breve e inesperado parpadeo amarillento, ¿qué es eso?, ¿lo imaginé?, ¿es otro barco?.

Cada vez que el navío alcanza la cúspide de una ola fijo mi atención a mi izquierda, (“a estribor” me corregiría el capitán), esperando volver a ver el breve destello, a veces lo logro; el capitán nota mi interés en algún punto del vacío que se extiende más allá de las breves fronteras de su agitado reino y tras una breve reflexión consulta su reloj y como quien busca confirmación solicita la posición al segundo quien rápidamente revisa, la verifica y la anuncia con formalidad; el capitán recibe la respuesta asintiendo y mirándome.

Mi cuerpo insiste en el agotador esfuerzo de compensar el movimiento del barco, aún me duele la frente y una rodilla por los golpes recibidos, mis ojos siguen fijos al frente tratando de descifrar lo que se nos viene encima a cada sacudida.

- ¿Ha leído a Verne, Doctor? - me pregunta el capitán; lo miro dudando de haberle entendido, sin comprender el propósito de su inesperada pregunta pienso que tal vez con tan extraña cuestión solo intenta distraerme o aliviar el ambiente aún tenso de la cabina. - Julio Verne, Doctor… ¿lo ha leído? -

Cuando le contesto afirmativamente sonríe y extiende su dedo señalando hacia el vacío oscuro que se extiende a la izquierda… “a estribor” caramba.

-”El Faro del Fin del Mundo” - declara satisfecho y como aún no doy muestras de comprender cabalmente a qué se refiere añade: – El libro… en su relato Verne lo ubica en la Isla de los Estados pero en realidad es ese -, hace una pausa mirando hacia la noche y concluye - Más allá no hay nada…-, vaya, ahora caigo, el capitán se refiere al destello amarillento.

- ¿Se imagina? -, me pregunta vivamente, y luego añade en un tono casi reflexivo - Vivir ahí seis meses al año… Yo no podría. -

Ahora soy yo quien mira hacia la oscuridad casi envidioso de la seguridad que debe brindar el estar bien asentado en suelo de roca firme, tras gruesas paredes de concreto, bien abrigado. - No sabría decirle Capitán, yo creo que en noches como esta...- aventuro hablando casi para mí mismo, enganchado en la tibia y serena imagen que se ha formado en mi mente.

- Viene otra – anuncia el capitán mecánicamente y mecánicamente el segundo pulsa el botón de la sirena. -No Doctor, se equivoca -, argumenta agitando de lado a lado la cabeza mientras nuestros cuerpos acusan la nueva embestida, - Justamente en noches como esta es que prefiero estar aquí y no allá -.

- Se burla de mí – le gruño torciendo el gesto.

- En absoluto Doctor, verá usted, aquí “abajo” - acompaña la frase señalando al oscilante suelo con el pulgar, - un huracán como este puede durar semanas enteras, para mí, si es que no puedo eludirlo, representa un par de días terribles, de angustia y sin duda de peligro; pero son dos días, tres días…. Y tengo la seguridad que esta máquina me sacará al otro lado o, en el peor de los casos, me hundiré con ella y santo remedio, se acabó la angustia, el miedo, el peligro…-

- Y la vida – tercio malintencionadamente en su enumeración.

- Y la vida, si, esa es siempre una posibilidad – concede el capitán, - Pero aquí me tiene tras doce años de recorrer esta ruta y sabe Dios después de cuántos huracanes como este; yo siempre voy de paso por este infierno Doctor, en cambio el farero está allí atrapado en su cajón de ladrillos sufriendo cada huracán y cada temporal por el tiempo que sea que estos duren, conviviendo con el aullido constante del viento, con el mar barriendo su parcela una y otra vez … viene otra… y si es verdad que uno aquí se juega la vida pero ese hombre allá, - señala a la noche mientras la enésima ola nos eleva nuevamente, y por enésima vez nuestros cuerpos se balancean con porfía, - ese se juega la cordura -

- Y por un sueldo de mierda – interviene el segundo con el dedo sobre el botón.

El capitán perdona el asertivo exabrupto del segundo con una breve carcajada, - Pues si, además eso – concede. -Aún en el peor escenario nuestra agonía duraría escasos minutos, la de él en cambio puede durar meses; nosotros tenemos esta máquina y un rumbo; él tiene ladrillos y un calendario, ¿entiende el punto Doctor?; el continente está muy lejos de este impreciso lugar del “Fin del Mundo” y con este tiempo no hay ayuda posible para ninguno, ni para nosotros ni para él.-

La proa se levanta poniendo un acento siniestro al silencio que sigue a la última aseveración del capitán, el segundo pulsa el botón sin que la ola haya sido anunciada por su superior que está distraído dando innecesaria protección al fósforo con que enciende otro cigarrillo; yo cambio mi peso a la otra pierna mientras lo miro envuelto en su halo de luz y humo.

-Creame Doctor-, añade con el ceño fruncido, agitando el fósforo hasta extinguirlo y expulsando el humo por la nariz -Usted está en el lugar correcto aunque ahora no lo crea, aunque para creerlo tenga que esperar a que lleguemos allá,- señalando hacia la proa con los dos dedos que sostienen el cigarrillo, - de regreso al mundo.-

Y asomando una sonrisa confiada y sin dejar de mirarme anuncia lacónicamente -Viene otra…-

“De regreso al mundo”… Lo miro sintiéndome aún más fuera de lugar de lo que realmente estoy, a la luz de lo dicho, envidio su naturaleza “verniana”, tan confiado en que el hombre en su capacidad creadora y por la pura voluntad es la medida del universo, con su fe en que la ciencia y la tecnología que materializaron este navío bastan para atravesar el infierno desatado en el fin del mundo sin importar cuántos monstruos haya que cabalgar..

Y yo solo puedo aferrarme a la barra metálica, mirar hacia la noche terrible mientras el piso huye de nuevo bajo mis pies, y el amanecer aún no es más que una esperanza lejana.

Fin.

domingo, 25 de febrero de 2018

La abuela M.


La abuela M. llevaba una vida sencilla y tranquila, vivía en una callejuela retirada a las afueras de Tokio; una casa modesta y pequeña adosada a la de sus vecinos, una casa como cualquier otra del barrio, con una entrada principal y una discreta entrada lateral que daba a la boca de un callejón estrecho por el que no pasaba mas que algún que otro gato. La robusta puerta de madera al frente de la casa casi nunca se abría, solo cuando ella salía al mercado o a hacer alguna diligencia un par de veces por semana.

La entrada lateral daba a un pequeño patio en el que languidecía un viejo cerezo en una esquina; en el centro un aljibe y algunos porrones con flores mal cuidadas a un lado del lavadero. El empedrado del patio estaba siempre húmedo y limpio, la abuela M. era obsesiva con eso, detestaba el polvo en su pequeña morada, por eso se afanaba a diario con un balde a echar agua por todo el recinto barriendo las hojas y cepillando las piedras.

La casa no tenía nada de especial que la distinguiera de las demás casas del barrio, la madera negra de sus paredes contrastaba con el brillante color crema del papel de sus puertas, una pequeña terraza frente a la ancha puerta corrediza y el empinado techo por el que escurría el agua de las torrenciales lluvias estacionales. Adentro, la casa se dividía en dos grandes espacios; frente a la puerta un salón que lo mismo servía de sala, que de comedor o dormitorio, todo dependía de la hora del día. A un costado un pequeño fogón que lo mismo servía para cocinar que para calentar el recinto en invierno y por aquí y por allá un mínimo inventario de muebles y utensilios simples y prácticos.

A la derecha, cerca de la entrada, una hermosa puerta corrediza de intrincada celosía kumiko separaba esta pieza de otra contigua donde la abuela M. tenía su “taller”.

La abuela M. se había mudado a esta casa hacía ya unos cuantos años, había sido viuda por algún tiempo y como tal la conocían sus vecinos; antes había vivido en la isla de Hokkaidō, de donde era natural, donde se había casado y traído al mundo a su única hija que había muerto muy joven de unas fiebres y donde, finalmente, había enviudado.

Su marido había sido un próspero comerciante que había sabido aprovechar la apertura de Japón a los productos y viajeros de occidente y que, gracias a su sagacidad, buenos contactos y escasos escrúpulos había levantado una pequeña fortuna que sirvió para mantener con relativa dignidad la vida sencilla de su viuda.

La Abuela M. no era tonta, no había sido una de esas jóvenes atolondradas a las que se podía engatusar con cuentos e historias; muy pronto había podido calar el alma de su difunto marido y se había dado cuenta de su casi ilimitada ambición, de la tenacidad con que perseguía sus metas y de su ambigua e inescrupulosa moralidad. El pobre era feo como un demonio y algo mayor que ella, aun así no le fue difícil convencer a sus padres que tal espécimen era sin duda el mejor partido al que una joven de campo y sin dotes como ella podría aspirar, en especial siendo evidente que aquel hombre tenía una particular debilidad por aquella pequeña y voluptuosa campesinita…

Pero en la vida nada es tan sencillo como aparenta y la vida de la abuela M. se había extendido mas allá de la vida de su marido e incluso mas de lo que ella misma había pensado que sería posible y pronto fue evidente que la bendición de su longevidad representaba a la vez una real amenaza a su tranquilidad. Aún llevando una vida sosegada y sencilla la fortuna del difunto marido iba mermando un poquito cada día y esa realidad evidente fue durante un tiempo un verdadero problema y fuente de constante preocupación para la abuela M.

Decidida a buscar una solución la buena señora comenzó por deshacerse de todo aquello que le pareció superfluo, de todo lo que había quedado en su casa al morir su marido y que ella en verdad no necesitaba y, por supuesto, de toda la mercancía que había quedado almacenada y que solo le servía para ocupar un espacio cuyo alquiler le resultaba oneroso y absurdo pagar, tanto como la gran casa en la que de pronto se encontró viviendo sola.

Todo salió; el almacén quedó vacío, la casa pareció agrandar sus solitarios espacios y la vida de la abuela M. se simplificó significativamente. Todo se vendió, hasta la casa finalmente, bien o mal pero se vendió… bueno, no todo, no era tonta. En una de las habitaciones habían quedado algunas valiosas posesiones de su marido que ella inteligentemente decidió conservar, sabía como sacarles provecho.

Mudarse a las cercanías de Tokio era un plan que abrigaba aún antes de quedar viuda y ya finalmente podía realizarlo. No tardó mucho en encontrar una casa en este barrio tranquilo y discreto donde todos los vecinos le mostraban consideración y respeto en razón de su edad y de la dignidad y honorabilidad con que se relacionaba con todos.

No le fue difícil retomar contacto con algunos de los antiguos proveedores de su marido y conseguir los materiales que necesitaba, no le fue difícil armar con paciencia su taller; telas, pinturas, algunos pequeños muebles y una variedad de utillajes que conseguía a buenos precios en los mercados.

Fondos, paisajes, escenarios simples pero efectivos, alguna ropa, maquillaje esencial… no fueron problema, con trabajo y paciencia fueron sumándose y acumulándose.

Tampoco le fue difícil establecer contactos entre sus discretos vecinos y sus clientes.

Lámparas, trípodes, cables, poleas, tarimas y andamiajes...eso si estuvo un poco mas difícil, una verdadera inversión imposible de evitar pero pronto comenzaron a llegar los trabajos y pudo compensar los gastos.

Recordaba su timidez inicial, recién casada y de pronto objeto de tan minuciosa atención; recordaba la ansiosa mirada del marido justo un instante antes de esconderse bajo la tela negra y escrutarla tras el lente, sus indicaciones, los gestos de sus manos que eran señales que tuvo que aprender a descifrar; recordaba la sonrisa plácida del buen hombre tras el complejo, largo y costoso proceso de revelado mientras admiraba aquellas láminas brillantes, luminosas que él guardaba y cuidaba como auténticos tesoros.

La apertura a occidente también había traído consigo soluciones a antiguas necesidades; su marido, aún siendo tan sagaz para los negocios no lo había comprendido ni mucho menos aprovechado, pero ella no era tonta, desde el otro lado de la cámara podía ver todo el panorama y no solo el precioso pero limitado encuadre que hipnotizaba a su difunto esposo… esos pequeños y luminosos tesoros, debidamente manejados, podían ser un buen negocio.

Los discretos vecinos la visitaban dos o tres veces por semana, entraban por la puerta lateral y se tomaban un té al frescor del patio o al amor de la lumbre mientras las chicas se cambiaban, se maquillaban y posaban para la abuela M.

Muchachas de campo, de pueblo, delicadas e inocentes bellezas de pies anchos y sonrisa exagerada, chicas de mirada triste, de expresión ausente, niñas rabiosas apenas domesticadas que habían llegado a ese barrio a las afueras de Tokio transadas como mercancías o simplemente abandonadas y recogidas. Muchachitas que iniciaban su entrenamiento en el oficio mas viejo del mundo; chicas que, no había razón para engañarse, jamás alcanzarían la respetable posición de una geisha y que, ya marcadas por la vida, por el oficio y por la fatiga del maquillaje jamás serían objeto de pretendientes con nobles intenciones.

La abuela M. las animaba, les contaba historias para distraerlas y relajarlas, les daba indicaciones y las retrataba una y otra vez con diferentes fondos, diferentes atuendos, solas, en parejas, en grupos.

Revelaba y pacientemente tintaba los negativos con clara de huevo y colorantes de cocina logrando imágenes mas impactantes que las de la competencia, puntualmente entregaba los trabajos y escrupulosamente cobraba su dinero…

Las chicas iban y venían, a algunas las traían varias veces, a otras no las volvía a ver; la voz se corría, los clientes aumentaban y pagaban gustosos los costos y honorarios pues aquella era una manera muy eficaz de promocionar sus establecimientos. La abuela M. conservaba los negativos y aquellos que mas le gustaban los copiaba una y otra vez y hacía que unos muchachitos llevaran las coloridas copias a la bahía, al puerto, donde las vendían a los marineros llegados de otras tierras que pagaban gustosos de tener, al menos, esa luminosa compañía en sus largas travesías.

La abuela M. no paraba de pensar nuevas maneras de expandir su negocio; tal vez podría convencer al prefecto, sería estupendo poder vender su producto en la cárcel o entre la tropa del recién formado ejército, y la abuela M. caminando despacio y dignamente hacia el mercado se devanaba los sesos intentando recordar a quién conocía en el ejército.

La abuela M. llevaba una vida sencilla y tranquila… y amaba su trabajo.