lunes, 31 de marzo de 2014

Ese día.

Ese día había llegado otra vez. Era el cumpleaños de las niñas, habían nacido con dos años de diferencia pero ambas cumplían años el mismo día y, aunque en realidad no había pasado tanto tiempo, al buen granjero le parecía que había transcurrido una eternidad desde el nacimiento de la segunda niña, el día que murió su esposa, y le parecía así especialmente ese día en que el miedo y la tristeza parecían pesarle mas que nunca antes.

-Hemorrágias!-, -Fiebres Puerperales!- había dictaminado, casi gritado el doctor mientras salía a toda prisa, prácticamente arrastrando a una vecina que había fungido como comadrona y que aún no terminaba de recuperarse de su desvanecimiento. Pero el granjero sabía que tal dictamen reflejaba el miedo indecible del galeno a lo que había presenciado y a sus repercusiones pero... no la realidad del hecho, no... no expresaba la verdad.

La verdad, tan simple como dura, era que su pobre esposa no había resistido que otra vez, por segunda vez, había dado substancia, había traido al mundo a una criatura de pesadilla. Agotada y debilitada por dos años de dolor y sufrimiento y por esos nueve meses en los que cualquier esperanza era filtrada por el pánico y el horror de ver nuevamente cumplidos sus peores temores fueron demasiado para la pobre; le bastó con ver cómo caía desmayada la señora Robbins, los ojos desorbitados del doctor mientras cubría su boca conteniendo a duras penas el grito, la cara inexpresiva de su marido mientras aún sostenía su mano... ella lo supo, no necesitaba mayores evidencias; simplemente cerró los ojos y permitió que su alma se escurriera en un quedo suspiro hacia los discretos rincones donde la tristeza no pudiese encontrarla.

Treinta y uno de octubre otra vez, ese día otra vez.

Como todos los años el hombre se acercó con lentitud a la puerta, respiró profundamente tratando de contener su corazón desbocado y como todos los años, dejó su vieja escopeta de dos cañones apoyada en el suelo, cerca, a la mano.


Pero ese día habría de ser diferente, cuando levantó la tranca y descorrió el recio cerrojo sintió cómo en su pecho explotaba un dolor inimaginable, como si toda la creación hincara su pie inmisericorde aplastándolo como a un insecto. Cayó de rodillas y apoyó la frente en la pared tratando de respirar pero el dolor era tan grande que llenaba todos los espacios de su ser hasta el último resquicio y en esos instantes, que entendió eran los finales de su existencia, descubrió que ese dolor lo relevaba de todo otro sufrimiento, borraba cualquier otro dolor y ya entregado se dejó caer hacia un costado con un último sollozo, tal vez agradecido, hasta quedar tendido bajo el antiguo velador en el que hacía años había colocado la costosa fotografía en la que destacaban los angulosos perfiles de su esposa, en su sencillo cajón de pino, el día que la enterraron.

Al otro lado de la gruesa puerta las niñas esperaban listas y ansiosas, sabían que era "ese" día,- ¡por fin!-, otra vez. Ese día la rutina de oscuridad y silencio iba a ser temporalmente sustituida por otra rutina, como todos los años. Ya se habían puesto sus viejos y sucios vestiditos y ya se habían cubierto la cabeza con lo que su padre había lanzado a la habitación la noche anterior porque, aunque ellas no tenían por qué saberlo, el cubrir sus cabezas y ocultar sus rostros, había sido la exigencia del predicador en respuesta a la transigencia del ayuntamiento que acordó que el buen granjero les permitiera salir de la casa una vez al año,-bajo estricta vigilancia, eso si- el día de su cumpleaños.


La condición, expuesta con veheméncia, enseguida fue secundada por los temerosos vecinos un domingo muy lejano bajo la gran carpa donde el buen pastor daba alimento espiritual a su rebaño - Han de cubrir tal abominación - dijo, pues creía fielmente que a su vista la ofensa fuese tal que el Señor se sintiese tentado a acelerar el fin de los días.

Así pues que como todos los años, ese día las niñas esperaban listas y cubiertas a que su padre levantara la tranca y descorriera el cerrojo, no había necesidad de mayores indicaciones, ellas sabían que tras esa señal inconfundible debían esperar un breve instante antes de abrir lentamente la puerta, salir de la habitación muy despacio y enfilar a la derecha a lo largo del pasillo hacia la puerta de la casa, cuatro pasos sobre la vieja madera del porche y uno, dos... tres escalones hasta la grava del sendero, ahí debían hacer una nueva pausa antes de empezar a caminar y así lo hicieron ese día.

Clara, la mayor, hacía tiempo había descubierto que la duración de cada "etapa" de la caminata era mas o menos igual a la duración de la canción de cuna que su padre gritaba a través de la puerta entre llantos y juramentos de borracho cuando ella era aún pequeña y su hermana apenas un bebé; sabía que al empezar a caminar debía repasar aquella canción en su cabeza; aquella canción cuyo significado escapaba a su comprensión pues para ella no era mas que un ridículo galimatías que hablaba de niños amados, abrazos y cintas de colores.

Al término de la canción debían detenerse, girar a la izquierda y comenzar a caminar y cantar otra vez siguiendo el irregular sendero a lo largo del maizal y luego otra vez... y otra vez, el recorrido por el conocido circuito las habría llevado frente a la puerta trasera de la casa, que debían trasponer sin dilación pues si se demoraban, si titubeaban, si se desviaban en cualquier punto de la rigurosa rutina escucharían tras ellas a su padre amartillar su vieja escopeta de dos cañones mientras azuzaba a su enorme perro que salpicaría sus medias y pantorrillas con espesa saliva mientras ladraba su furia al cabo de una gruesa cadena.

Pero ese día... ese día había algo diferente, mientras caminaban su primera canción Clara trataba de descubrir qué había cambiado y al cabo de unos metros, apenas en los primeros pasos, en los primeros versos de la primera estrofa se dió cuenta: ¡El perro!.


El perro ladraba enloquecido pero no detrás de ellas sino allá... a su derecha. Clara podía escuchar el chasquido de la cadena al tensarse con violencia y al animal aullar, ladrar y gruñir... pero lejos, lejos... ¡el perro seguía amarrado a la puerta del granero!.
 

Temerosa siguió caminando y aún trataba de comprender el significado de ese cambio en la rutina cuando llegó al final de la canción y, siguiendo un impulso, en vez de girar a la izquierda, como debía, como había hecho siempre, empujó a su hermanita dos pasos mas y se detuvo expectante, atenta a los eventos que habrían de desarrollarse a sus espaldas, pero el esperado "clack, clack" de la vieja escopeta no se escuchó, dentro de la máscara el mundo le llegaba con el tenue rumor del vacío, apenas un cuervo distante, el viento despeinando el maizal y el perro que aun ladraba de vez en cuando. Dos pasos mas... luego tres... y nada... luego ya ninguna contó los pasos, ninguna cantó en su mente la estúpida canción, solo siguieron adelante por el sendero dejando atrás la casa, el perro y el maizal y caminaron hasta que bajo sus pies sintieron que la grava suelta del camino daba paso a algo mas firme y sólido.

Se detuvieron y ambas, casi al mismo tiempo, giraron sus cuerpos un poco hacia el oeste, hacia el pueblo que asomaba allá sobre la loma, no necesitaban verlo para saber donde estaba, podían sentirlo, aún dentro de sus oscuras y opresivas máscaras podían olerlos, a todos, a cada uno de ellos.

Instintivamente Clara apretó la mano de su hermanita y en un siseo, con su vocecita de papel ardiendo dijo - Feliz Cumpleaños Libby - y claramente pudo oir a su hermana esbozar una sonrisa bajo su máscara seguida de ese gruñido lento y sordo que tanto mortificaba a su padre y que el pobre hombre, por mas que lo intentó, jamás logró descifrar aunque, tal vez, algún día habría llegado a comprenderlo en toda su espantosa dimensión si la muerte, misericordiosa, no le hubiese evitado el horror al tocar su corazón... ese día.