domingo, 12 de agosto de 2018

Una noche en el fin del mundo

El amanecer era una esperanza lejana y por angustiosos momentos tenía la impresión de ser el único consciente de ello.

El limpiaparabrisas ante mis ojos se bate con desespero contra la masa de agua que cubre el grueso cristal que milagrosamente aún mantiene con entereza su estructura original.

El piso bajo mis pies se alza inesperadamente empujando mi peso y doblando mis rodillas, desequilibrándome para poco después desplomarse lejos de mí dejándome colgado de la nada; muchas veces golpeé mi frente contra el cristal, muchas veces estuve a punto de caer y rodar y terminar así de perder la poca dignidad que había podido conservar en esta noche que no parecía tener ganas de terminar.

Al otro extremo del ancho ventanal el capitán me mira con curiosidad, hay un brillo burlón en esas huidizas pupilas grises que parecen saberlo todo, unos ojos que muchas veces, da la impresión, le bastan para decirlo todo; a veces dirige miradas cómplices a su segundo, a veces incluso al piloto que a duras penas se mantiene erguido ante el timón mientras se afana en mantener el rumbo señalado en el brillante ámbar del fondo de una pantalla.

- Viene otra – Articula en voz baja el capitán en la semi-penumbra de pequeñas lucecitas rojas y verdes parpadeantes del puente, no necesita añadir nada más, el segundo de inmediato pulsa el botón que tiene a su lado y suena breve y aguda una sirena al tiempo que el piso se inclina, la proa se levanta, los potentes faros en el exterior registran la explosión de agua contra el casco e iluminan la veloz arremetida de una montaña de agua y espuma contra los cristales que finalmente se despejan más por efecto de la gravedad y el viento que por el patético esfuerzo del tenaz limpiaparabrisas.

- Parecía más grande – Añade buscando en el bolsillo de su chaqueta el paquete de cigarrillos; lo dice tranquilo, convencido, aún cuando yo, a su lado, he visto estrellarse frente a mis narices esa barbaridad de agua, cuando todos mis sentidos están ya gritándome que el enorme navío se precipita hacia la profunda sima que invariablemente sucede a cada una de estas olas… una carrera cuesta abajo que precede a la inevitable subida, la siguiente embestida. Incrédulo lo miro casi con pánico y él siente que debe explicarse.

- Son veintisiete años navegando Doctor, y de ellos más de doce en esta ruta – Hace una breve pausa sin dejar de mirarme mientras señala hacia la noche que se extiende más allá de los cristales; ahora la tosca geografía de su rostro se destaca en tonos rojos y naranjas por el fogonazo del fósforo con que enciende el cigarrillo. - Créame que no fue grande – Y casi sin mediar pausa y sin cambiar de tono anuncia: - Viene otra – y de inmediato el segundo, en un reflejo casi pavloviano pulsa el botón.

En esta oportunidad, antes de la abrupta elevación de esta pequeña burbuja de acero y cristal que habito accidentalmente mi cuerpo se impulsa hacia adelante y de nuevo golpeo mi frente contra el marco de la ventana, claramente la masa de agua es tal que ha logrado frenar el barco; la fuerza con que nos ha embestido, o nosotros a ella, es de tal magnitud que los dos enormes motores, lo último en ingeniería alemana, resultan incapaces, insuficientes para propulsar el barco.

Rígido y frío por el pánico atestiguo el anuncio de mi propia muerte. Ante mis ojos, a la luz blanca y potente de los reflectores, la proa hiende el vientre de un monstruo que prosigue su avance sin inmutarse, una pared negra que avanza inexorable hacia nosotros los pequeños, los insectos. Dentro de su negrura va desapareciendo el casco a una velocidad de vértigo abandonando este mundo convulso, precipitándose de regreso hacia la matriz de la nada.

Cuando el agua alcanza la cabina esta se cimbra y mi frente se estrella con un nuevo golpe contra la ventana que me hace rebotar para de inmediato caer sentado; el tiempo parece hacer una odiosa pausa en la que el agónico crujido de la estructura se extiende y multiplica en un rumor quejumbroso de metal empujado al límite de su resistencia y, mientras el piso comienza finalmente a elevarse haciéndome rodar, veo por todas las ventanas el mar como una negra mortaja abrazando el puente. Ruedo y resbalo como un objeto inútil y sin voluntad por el piso de linóleo para finalmente ser detenido violentamente por la pared de falsa madera al fondo de la cabina bajo el inmenso logo de la naviera cuyas estudiadas luces azules parpadean repetidamente como expresando perplejidad.

Los enormes motores gemelos finalmente ven premiada su tenacidad; en retrospectiva, vienen a mi mente imágenes de portentosos bueyes mitológicos que contra toda esperanza vencen la resistencia del agua. Ese par de máquinas de acero finamente calibrado empujan a una con un esfuerzo tremendo que se transmite a toda la nave haciendo vibrar la estructura en aguda tesitura y, (me los imagino bramando), logran sacarnos al otro lado de la muerte.

Benditos sean los ingenieros alemanes.

El segundo, jadeando y con los ojos abiertos de par en par, las cejas arqueadas y con la mandíbula tan apretada que desfigura su rostro huesudo en un rictus que parece casi anunciar la inminencia de un grito desesperado, a la vez que el mayor esfuerzo por contenerlo, me ayuda a levantarme tirando de mi brazo o más bien de la manga de mi chaqueta; el capitán, con las piernas separadas, las rodillas dobladas, y su espalda lejos de la postura erguida y aplomada que acostumbra, aún se sujeta con ambas manos a la barra metálica que corre bajo la ventana; parece buscar fuera de los cristales restos de la fatalidad que acaba de sacudirnos. El timonel tiene los nudillos blancos por la fuerza con que se mantiene aferrado al escueto aro del timón y tiene una expresión que dista mucho de la compostura esperada en un prospecto de lobo de mar, su cabeza oscila casi imperceptiblemente con un ligero temblor. La respiración de todos es sonora, agitada y profunda; el capitán, con voz rápida y grave exige a su segundo un informe de daños y que de inmediato se verifique la posición y la ruta del buque porque – Cabalgamos esa bestia un buen trecho y seguramente nos hizo retroceder y desviarnos – Vuelve a respirar profundo un par de veces y finalmente se suelta de la barra y se mira las manos como tratando de recordar o de entender, girando la cabeza revisa el suelo a su alrededor y suspirando, con gesto mecánico echa una mano temblorosa al bolsillo de su pechera buscando otro cigarrillo.

Una tras otra las olas golpean el barco, la noche aún no termina. El silencio que ostensiblemente se adueñó de nuestro espacio es interrumpido a intervalos irregulares cada vez que el segundo repite el ininteligible informe que eventualmente cada sección del barco hace llegar al puente por el intercomunicador. Finalmente cesan las voces ásperas que por el pequeño parlante carraspean escuetos informes en los que declaran en qué condiciones ha quedado cada sección del barco y sus tripulantes y con ellas calla también el eco automático del segundo. Tras las breves instrucciones para la necesaria corrección del rumbo, una pausa de espeso silencio se instala entre nosotros.

Cada nueva elevación de la nave revive en mí el temor a toparnos con otra bestia, sin embargo todos a mi alrededor parecen haber recobrado cierto grado de compostura, mis tres acompañantes tienen ahora un aire profesional y circunspecto que a mí verdaderamente no me ayuda gran cosa para disipar del alma el pesado manto de terror que nos arropó unos minutos antes y cuyos jirones parecen permanecer pegados a nuestro ánimo.

Momentos antes de deslizarnos de nuevo hacia el vacío que deja tras de si una ola, en ese brevísimo pero distinguible punto muerto al elevarse el barco al cielo y justo antes de caer, puedo ver a la distancia, entre la bruma y la cortina de lluvia que nos destaca en primer plano la luz de los reflectores, un breve e inesperado parpadeo amarillento, ¿qué es eso?, ¿lo imaginé?, ¿es otro barco?.

Cada vez que el navío alcanza la cúspide de una ola fijo mi atención a mi izquierda, (“a estribor” me corregiría el capitán), esperando volver a ver el breve destello, a veces lo logro; el capitán nota mi interés en algún punto del vacío que se extiende más allá de las breves fronteras de su agitado reino y tras una breve reflexión consulta su reloj y como quien busca confirmación solicita la posición al segundo quien rápidamente revisa, la verifica y la anuncia con formalidad; el capitán recibe la respuesta asintiendo y mirándome.

Mi cuerpo insiste en el agotador esfuerzo de compensar el movimiento del barco, aún me duele la frente y una rodilla por los golpes recibidos, mis ojos siguen fijos al frente tratando de descifrar lo que se nos viene encima a cada sacudida.

- ¿Ha leído a Verne, Doctor? - me pregunta el capitán; lo miro dudando de haberle entendido, sin comprender el propósito de su inesperada pregunta pienso que tal vez con tan extraña cuestión solo intenta distraerme o aliviar el ambiente aún tenso de la cabina. - Julio Verne, Doctor… ¿lo ha leído? -

Cuando le contesto afirmativamente sonríe y extiende su dedo señalando hacia el vacío oscuro que se extiende a la izquierda… “a estribor” caramba.

-”El Faro del Fin del Mundo” - declara satisfecho y como aún no doy muestras de comprender cabalmente a qué se refiere añade: – El libro… en su relato Verne lo ubica en la Isla de los Estados pero en realidad es ese -, hace una pausa mirando hacia la noche y concluye - Más allá no hay nada…-, vaya, ahora caigo, el capitán se refiere al destello amarillento.

- ¿Se imagina? -, me pregunta vivamente, y luego añade en un tono casi reflexivo - Vivir ahí seis meses al año… Yo no podría. -

Ahora soy yo quien mira hacia la oscuridad casi envidioso de la seguridad que debe brindar el estar bien asentado en suelo de roca firme, tras gruesas paredes de concreto, bien abrigado. - No sabría decirle Capitán, yo creo que en noches como esta...- aventuro hablando casi para mí mismo, enganchado en la tibia y serena imagen que se ha formado en mi mente.

- Viene otra – anuncia el capitán mecánicamente y mecánicamente el segundo pulsa el botón de la sirena. -No Doctor, se equivoca -, argumenta agitando de lado a lado la cabeza mientras nuestros cuerpos acusan la nueva embestida, - Justamente en noches como esta es que prefiero estar aquí y no allá -.

- Se burla de mí – le gruño torciendo el gesto.

- En absoluto Doctor, verá usted, aquí “abajo” - acompaña la frase señalando al oscilante suelo con el pulgar, - un huracán como este puede durar semanas enteras, para mí, si es que no puedo eludirlo, representa un par de días terribles, de angustia y sin duda de peligro; pero son dos días, tres días…. Y tengo la seguridad que esta máquina me sacará al otro lado o, en el peor de los casos, me hundiré con ella y santo remedio, se acabó la angustia, el miedo, el peligro…-

- Y la vida – tercio malintencionadamente en su enumeración.

- Y la vida, si, esa es siempre una posibilidad – concede el capitán, - Pero aquí me tiene tras doce años de recorrer esta ruta y sabe Dios después de cuántos huracanes como este; yo siempre voy de paso por este infierno Doctor, en cambio el farero está allí atrapado en su cajón de ladrillos sufriendo cada huracán y cada temporal por el tiempo que sea que estos duren, conviviendo con el aullido constante del viento, con el mar barriendo su parcela una y otra vez … viene otra… y si es verdad que uno aquí se juega la vida pero ese hombre allá, - señala a la noche mientras la enésima ola nos eleva nuevamente, y por enésima vez nuestros cuerpos se balancean con porfía, - ese se juega la cordura -

- Y por un sueldo de mierda – interviene el segundo con el dedo sobre el botón.

El capitán perdona el asertivo exabrupto del segundo con una breve carcajada, - Pues si, además eso – concede. -Aún en el peor escenario nuestra agonía duraría escasos minutos, la de él en cambio puede durar meses; nosotros tenemos esta máquina y un rumbo; él tiene ladrillos y un calendario, ¿entiende el punto Doctor?; el continente está muy lejos de este impreciso lugar del “Fin del Mundo” y con este tiempo no hay ayuda posible para ninguno, ni para nosotros ni para él.-

La proa se levanta poniendo un acento siniestro al silencio que sigue a la última aseveración del capitán, el segundo pulsa el botón sin que la ola haya sido anunciada por su superior que está distraído dando innecesaria protección al fósforo con que enciende otro cigarrillo; yo cambio mi peso a la otra pierna mientras lo miro envuelto en su halo de luz y humo.

-Creame Doctor-, añade con el ceño fruncido, agitando el fósforo hasta extinguirlo y expulsando el humo por la nariz -Usted está en el lugar correcto aunque ahora no lo crea, aunque para creerlo tenga que esperar a que lleguemos allá,- señalando hacia la proa con los dos dedos que sostienen el cigarrillo, - de regreso al mundo.-

Y asomando una sonrisa confiada y sin dejar de mirarme anuncia lacónicamente -Viene otra…-

“De regreso al mundo”… Lo miro sintiéndome aún más fuera de lugar de lo que realmente estoy, a la luz de lo dicho, envidio su naturaleza “verniana”, tan confiado en que el hombre en su capacidad creadora y por la pura voluntad es la medida del universo, con su fe en que la ciencia y la tecnología que materializaron este navío bastan para atravesar el infierno desatado en el fin del mundo sin importar cuántos monstruos haya que cabalgar..

Y yo solo puedo aferrarme a la barra metálica, mirar hacia la noche terrible mientras el piso huye de nuevo bajo mis pies, y el amanecer aún no es más que una esperanza lejana.

Fin.

domingo, 25 de febrero de 2018

La abuela M.


La abuela M. llevaba una vida sencilla y tranquila, vivía en una callejuela retirada a las afueras de Tokio; una casa modesta y pequeña adosada a la de sus vecinos, una casa como cualquier otra del barrio, con una entrada principal y una discreta entrada lateral que daba a la boca de un callejón estrecho por el que no pasaba mas que algún que otro gato. La robusta puerta de madera al frente de la casa casi nunca se abría, solo cuando ella salía al mercado o a hacer alguna diligencia un par de veces por semana.

La entrada lateral daba a un pequeño patio en el que languidecía un viejo cerezo en una esquina; en el centro un aljibe y algunos porrones con flores mal cuidadas a un lado del lavadero. El empedrado del patio estaba siempre húmedo y limpio, la abuela M. era obsesiva con eso, detestaba el polvo en su pequeña morada, por eso se afanaba a diario con un balde a echar agua por todo el recinto barriendo las hojas y cepillando las piedras.

La casa no tenía nada de especial que la distinguiera de las demás casas del barrio, la madera negra de sus paredes contrastaba con el brillante color crema del papel de sus puertas, una pequeña terraza frente a la ancha puerta corrediza y el empinado techo por el que escurría el agua de las torrenciales lluvias estacionales. Adentro, la casa se dividía en dos grandes espacios; frente a la puerta un salón que lo mismo servía de sala, que de comedor o dormitorio, todo dependía de la hora del día. A un costado un pequeño fogón que lo mismo servía para cocinar que para calentar el recinto en invierno y por aquí y por allá un mínimo inventario de muebles y utensilios simples y prácticos.

A la derecha, cerca de la entrada, una hermosa puerta corrediza de intrincada celosía kumiko separaba esta pieza de otra contigua donde la abuela M. tenía su “taller”.

La abuela M. se había mudado a esta casa hacía ya unos cuantos años, había sido viuda por algún tiempo y como tal la conocían sus vecinos; antes había vivido en la isla de Hokkaidō, de donde era natural, donde se había casado y traído al mundo a su única hija que había muerto muy joven de unas fiebres y donde, finalmente, había enviudado.

Su marido había sido un próspero comerciante que había sabido aprovechar la apertura de Japón a los productos y viajeros de occidente y que, gracias a su sagacidad, buenos contactos y escasos escrúpulos había levantado una pequeña fortuna que sirvió para mantener con relativa dignidad la vida sencilla de su viuda.

La Abuela M. no era tonta, no había sido una de esas jóvenes atolondradas a las que se podía engatusar con cuentos e historias; muy pronto había podido calar el alma de su difunto marido y se había dado cuenta de su casi ilimitada ambición, de la tenacidad con que perseguía sus metas y de su ambigua e inescrupulosa moralidad. El pobre era feo como un demonio y algo mayor que ella, aun así no le fue difícil convencer a sus padres que tal espécimen era sin duda el mejor partido al que una joven de campo y sin dotes como ella podría aspirar, en especial siendo evidente que aquel hombre tenía una particular debilidad por aquella pequeña y voluptuosa campesinita…

Pero en la vida nada es tan sencillo como aparenta y la vida de la abuela M. se había extendido mas allá de la vida de su marido e incluso mas de lo que ella misma había pensado que sería posible y pronto fue evidente que la bendición de su longevidad representaba a la vez una real amenaza a su tranquilidad. Aún llevando una vida sosegada y sencilla la fortuna del difunto marido iba mermando un poquito cada día y esa realidad evidente fue durante un tiempo un verdadero problema y fuente de constante preocupación para la abuela M.

Decidida a buscar una solución la buena señora comenzó por deshacerse de todo aquello que le pareció superfluo, de todo lo que había quedado en su casa al morir su marido y que ella en verdad no necesitaba y, por supuesto, de toda la mercancía que había quedado almacenada y que solo le servía para ocupar un espacio cuyo alquiler le resultaba oneroso y absurdo pagar, tanto como la gran casa en la que de pronto se encontró viviendo sola.

Todo salió; el almacén quedó vacío, la casa pareció agrandar sus solitarios espacios y la vida de la abuela M. se simplificó significativamente. Todo se vendió, hasta la casa finalmente, bien o mal pero se vendió… bueno, no todo, no era tonta. En una de las habitaciones habían quedado algunas valiosas posesiones de su marido que ella inteligentemente decidió conservar, sabía como sacarles provecho.

Mudarse a las cercanías de Tokio era un plan que abrigaba aún antes de quedar viuda y ya finalmente podía realizarlo. No tardó mucho en encontrar una casa en este barrio tranquilo y discreto donde todos los vecinos le mostraban consideración y respeto en razón de su edad y de la dignidad y honorabilidad con que se relacionaba con todos.

No le fue difícil retomar contacto con algunos de los antiguos proveedores de su marido y conseguir los materiales que necesitaba, no le fue difícil armar con paciencia su taller; telas, pinturas, algunos pequeños muebles y una variedad de utillajes que conseguía a buenos precios en los mercados.

Fondos, paisajes, escenarios simples pero efectivos, alguna ropa, maquillaje esencial… no fueron problema, con trabajo y paciencia fueron sumándose y acumulándose.

Tampoco le fue difícil establecer contactos entre sus discretos vecinos y sus clientes.

Lámparas, trípodes, cables, poleas, tarimas y andamiajes...eso si estuvo un poco mas difícil, una verdadera inversión imposible de evitar pero pronto comenzaron a llegar los trabajos y pudo compensar los gastos.

Recordaba su timidez inicial, recién casada y de pronto objeto de tan minuciosa atención; recordaba la ansiosa mirada del marido justo un instante antes de esconderse bajo la tela negra y escrutarla tras el lente, sus indicaciones, los gestos de sus manos que eran señales que tuvo que aprender a descifrar; recordaba la sonrisa plácida del buen hombre tras el complejo, largo y costoso proceso de revelado mientras admiraba aquellas láminas brillantes, luminosas que él guardaba y cuidaba como auténticos tesoros.

La apertura a occidente también había traído consigo soluciones a antiguas necesidades; su marido, aún siendo tan sagaz para los negocios no lo había comprendido ni mucho menos aprovechado, pero ella no era tonta, desde el otro lado de la cámara podía ver todo el panorama y no solo el precioso pero limitado encuadre que hipnotizaba a su difunto esposo… esos pequeños y luminosos tesoros, debidamente manejados, podían ser un buen negocio.

Los discretos vecinos la visitaban dos o tres veces por semana, entraban por la puerta lateral y se tomaban un té al frescor del patio o al amor de la lumbre mientras las chicas se cambiaban, se maquillaban y posaban para la abuela M.

Muchachas de campo, de pueblo, delicadas e inocentes bellezas de pies anchos y sonrisa exagerada, chicas de mirada triste, de expresión ausente, niñas rabiosas apenas domesticadas que habían llegado a ese barrio a las afueras de Tokio transadas como mercancías o simplemente abandonadas y recogidas. Muchachitas que iniciaban su entrenamiento en el oficio mas viejo del mundo; chicas que, no había razón para engañarse, jamás alcanzarían la respetable posición de una geisha y que, ya marcadas por la vida, por el oficio y por la fatiga del maquillaje jamás serían objeto de pretendientes con nobles intenciones.

La abuela M. las animaba, les contaba historias para distraerlas y relajarlas, les daba indicaciones y las retrataba una y otra vez con diferentes fondos, diferentes atuendos, solas, en parejas, en grupos.

Revelaba y pacientemente tintaba los negativos con clara de huevo y colorantes de cocina logrando imágenes mas impactantes que las de la competencia, puntualmente entregaba los trabajos y escrupulosamente cobraba su dinero…

Las chicas iban y venían, a algunas las traían varias veces, a otras no las volvía a ver; la voz se corría, los clientes aumentaban y pagaban gustosos los costos y honorarios pues aquella era una manera muy eficaz de promocionar sus establecimientos. La abuela M. conservaba los negativos y aquellos que mas le gustaban los copiaba una y otra vez y hacía que unos muchachitos llevaran las coloridas copias a la bahía, al puerto, donde las vendían a los marineros llegados de otras tierras que pagaban gustosos de tener, al menos, esa luminosa compañía en sus largas travesías.

La abuela M. no paraba de pensar nuevas maneras de expandir su negocio; tal vez podría convencer al prefecto, sería estupendo poder vender su producto en la cárcel o entre la tropa del recién formado ejército, y la abuela M. caminando despacio y dignamente hacia el mercado se devanaba los sesos intentando recordar a quién conocía en el ejército.

La abuela M. llevaba una vida sencilla y tranquila… y amaba su trabajo.