La
abuela M. llevaba una vida sencilla y tranquila, vivía en una
callejuela retirada a las afueras de Tokio; una casa modesta y
pequeña adosada a la de sus vecinos, una casa como cualquier otra
del barrio, con una entrada principal y una discreta entrada lateral
que daba a la boca de un callejón estrecho por el que no pasaba mas
que algún que otro gato. La robusta puerta de madera al frente de la
casa casi nunca se abría, solo cuando ella salía al mercado o a
hacer alguna diligencia un par de veces por semana.
La
entrada lateral daba a un pequeño patio en el que languidecía un
viejo cerezo en una esquina; en el centro un aljibe y algunos
porrones con flores mal cuidadas a un lado del lavadero. El empedrado
del patio estaba siempre húmedo y limpio, la abuela M. era obsesiva
con eso, detestaba el polvo en su pequeña morada, por eso se afanaba
a diario con un balde a echar agua por todo el recinto barriendo las
hojas y cepillando las piedras.
La
casa no tenía nada de especial que la distinguiera de las demás
casas del barrio, la madera negra de sus paredes contrastaba con el
brillante color crema del papel de sus puertas, una pequeña terraza
frente a la ancha puerta corrediza y el empinado techo por el que
escurría el agua de las torrenciales lluvias estacionales. Adentro,
la casa se dividía en dos grandes espacios; frente a la puerta un
salón que lo mismo servía de sala, que de comedor o dormitorio,
todo dependía de la hora del día. A un costado un pequeño fogón
que lo mismo servía para cocinar que para calentar el recinto en
invierno y por aquí y por allá un mínimo inventario de muebles y
utensilios simples y prácticos.
A
la derecha, cerca de la entrada, una hermosa puerta corrediza de
intrincada celosía kumiko separaba esta pieza de otra contigua donde
la abuela M. tenía su “taller”.
La
abuela M. se había mudado a esta casa hacía ya unos cuantos años,
había sido viuda por algún
tiempo y como
tal la conocían sus vecinos;
antes había vivido en la isla de Hokkaidō,
de
donde era natural, donde se había casado y traído
al mundo
a su única hija que había muerto muy joven de unas fiebres y
donde, finalmente,
había enviudado.
Su
marido había sido un próspero comerciante que había sabido
aprovechar la apertura de Japón a los productos y viajeros de
occidente y
que, gracias a su sagacidad, buenos contactos y escasos escrúpulos
había levantado una pequeña fortuna que sirvió para mantener con
relativa dignidad la vida sencilla de su viuda.
La
Abuela M. no era tonta, no había sido una de esas jóvenes
atolondradas a las que se podía engatusar con cuentos e historias;
muy pronto había podido calar el alma de su difunto marido y se
había dado cuenta de su casi ilimitada ambición, de la tenacidad
con que perseguía sus metas y de su ambigua e inescrupulosa
moralidad. El pobre era feo como un demonio y algo mayor que ella,
aun así no le fue difícil convencer a sus padres que tal espécimen
era sin duda el mejor partido al que una joven de campo y sin dotes
como ella podría aspirar, en especial siendo evidente que aquel
hombre tenía una particular debilidad por aquella pequeña y
voluptuosa campesinita…
Pero
en la vida nada es tan sencillo como aparenta y la vida de la abuela
M. se había extendido mas allá de la vida de su marido e incluso
mas de lo que ella misma había pensado que sería posible y pronto
fue evidente que la bendición de su longevidad representaba a la vez
una real amenaza a su tranquilidad. Aún llevando una vida sosegada y
sencilla la fortuna del difunto marido iba mermando un poquito cada
día y esa realidad evidente fue durante un tiempo un verdadero
problema y fuente de constante preocupación para la abuela M.
Decidida
a buscar una solución la buena señora comenzó por deshacerse de
todo aquello que le pareció superfluo, de todo lo que había quedado
en su casa al morir su marido y que ella en verdad no necesitaba y,
por supuesto, de toda la mercancía que había quedado almacenada y
que solo le servía para ocupar un espacio cuyo alquiler le resultaba
oneroso y absurdo pagar, tanto como la gran casa en la que de pronto
se encontró viviendo sola.
Todo
salió; el almacén quedó vacío, la casa pareció agrandar sus
solitarios espacios y la vida de la abuela M. se simplificó
significativamente. Todo se vendió, hasta la casa finalmente, bien o
mal pero se vendió… bueno, no todo, no era tonta. En una de las
habitaciones habían quedado algunas valiosas posesiones de su marido
que ella inteligentemente decidió conservar, sabía como sacarles
provecho.
Mudarse
a las cercanías de Tokio era un plan que abrigaba aún antes de
quedar viuda y ya finalmente podía realizarlo. No tardó mucho en
encontrar una casa en este barrio tranquilo y discreto donde todos
los vecinos le mostraban consideración y respeto en razón de su
edad y de la dignidad y honorabilidad con que se relacionaba con
todos.
No
le fue difícil retomar contacto con algunos de los antiguos
proveedores de su marido y conseguir los materiales que necesitaba,
no le fue difícil armar con paciencia su taller; telas, pinturas,
algunos pequeños muebles y una variedad de utillajes que conseguía
a buenos precios en los mercados.
Fondos,
paisajes, escenarios simples pero efectivos, alguna ropa, maquillaje
esencial… no fueron problema, con trabajo y paciencia fueron
sumándose y acumulándose.
Tampoco
le fue difícil establecer contactos entre sus discretos vecinos y
sus clientes.
Lámparas,
trípodes, cables, poleas, tarimas y andamiajes...eso si estuvo un
poco mas difícil, una verdadera inversión imposible de evitar pero
pronto comenzaron a llegar los trabajos y pudo compensar los gastos.
Recordaba
su timidez inicial, recién casada y de pronto objeto de tan
minuciosa atención; recordaba la ansiosa mirada del marido justo un
instante antes de esconderse bajo la tela negra y escrutarla tras el
lente, sus indicaciones, los gestos de sus manos que eran señales
que tuvo que aprender a descifrar; recordaba la sonrisa plácida del
buen hombre tras el complejo, largo y costoso proceso de revelado
mientras admiraba aquellas láminas brillantes, luminosas que él
guardaba y cuidaba como auténticos tesoros.
La
apertura a occidente también había traído consigo soluciones a
antiguas necesidades; su marido, aún siendo tan sagaz para los
negocios no lo había comprendido ni mucho menos aprovechado, pero
ella no era tonta, desde el otro lado de la cámara podía ver todo
el panorama y no solo el precioso pero limitado encuadre que
hipnotizaba a su difunto esposo… esos pequeños y luminosos
tesoros, debidamente manejados, podían ser un buen negocio.
Los
discretos vecinos la visitaban dos o tres veces por semana, entraban
por la puerta lateral y se tomaban un té al frescor del patio o al
amor de la lumbre mientras las chicas se cambiaban, se maquillaban y
posaban para la abuela M.
Muchachas
de campo, de pueblo, delicadas e inocentes bellezas de pies anchos y
sonrisa exagerada, chicas de mirada triste, de expresión ausente,
niñas rabiosas apenas domesticadas que habían llegado a ese barrio
a las afueras de Tokio transadas como mercancías o simplemente
abandonadas y recogidas. Muchachitas que iniciaban su entrenamiento
en el oficio mas viejo del mundo; chicas que, no había razón para
engañarse, jamás alcanzarían la respetable posición de una geisha
y que, ya marcadas por la vida, por el oficio y por la fatiga del
maquillaje jamás serían objeto de pretendientes con nobles
intenciones.
La
abuela M. las animaba, les contaba historias para distraerlas y
relajarlas, les daba indicaciones y las retrataba una y otra vez con
diferentes fondos, diferentes atuendos, solas, en parejas, en grupos.
Revelaba
y pacientemente tintaba los negativos con clara de huevo y colorantes
de cocina logrando imágenes mas impactantes que las de la
competencia, puntualmente entregaba los trabajos y escrupulosamente
cobraba su dinero…
Las
chicas iban y venían, a algunas las traían varias veces, a otras no
las volvía a ver; la voz se corría, los clientes aumentaban y
pagaban gustosos los costos y honorarios pues aquella era una manera
muy eficaz de promocionar sus establecimientos. La abuela M.
conservaba los negativos y aquellos que mas le gustaban los copiaba
una y otra vez y hacía que unos muchachitos llevaran las coloridas
copias a la bahía, al puerto, donde las vendían a los marineros
llegados de otras tierras que pagaban gustosos de tener, al menos,
esa luminosa compañía en sus largas travesías.
La
abuela M. no paraba de pensar nuevas maneras de expandir su negocio;
tal vez podría convencer al prefecto, sería estupendo poder vender
su producto en la cárcel o entre la tropa del recién formado
ejército, y la abuela M. caminando despacio y dignamente hacia el
mercado se devanaba los sesos intentando recordar a quién conocía
en el ejército.
La
abuela M. llevaba una vida sencilla y tranquila… y amaba su
trabajo.