martes, 23 de marzo de 2021

Ismael


Puedes llamarme Ismael. - me dijo.

La voz era un susurro áspero y rugoso como su piel. Sonaba, si me lo permiten, como el roce de los guijarros al retirarse la marea, ¿saben a qué me refiero?, ese sonido polifónico e ininteligible de gravilla que se desplaza, se arrastra, se desmorona y sin embargo, por lo que pueda valer, por lo que pueda durar, también se pule con paciencia y sin remedio.

Le miro a los ojos, al fondo de esos ojos de un azul pálido y traslúcido, velados por cataratas. No sé si él me veía a mi, no lo creo. El reflejo del ocaso bailaba turbio en sus pupilas mientras hacía un esfuerzo evidente por enfocarme; finalmente y con un suspiro de derrota desvió su mirada al mar, hacia el camino imposible que sobre las olas conducía al sol agonizante.

Un segundo suspiro acompañó el presagio de una sonrisa. Un giro leve de su cabeza con un gesto de picardía rescatado de un pasado en el que seguramente este gesto fue frecuente. Tomó el extremo de un grueso cabo de cáñamo de entre el montón sobre el que estábamos sentados y comenzó a deshacerle, a desandar los caminos de las fibras explorando las rutas de regreso a su memoria.

Yo también sonreí y guardé silencio, aun teníamos tiempo.

Con cierto desenfado comenzó a contarme la historia de aquel tiempo en que decidió explorar la parte acuática del mundo y aquello que pensé solo sería una anécdota poco a poco se fue desarrollando en una historia de vida y muerte, de amistad y camaradería pero también de ira, de venganza y de ambición, de traición y egoísmo.

Mientras hablaba sus dedos hacían y deshacían toda clase de nudos en el cáñamo y solo se detenían cuando las lágrimas anegaban sus ojos. Sus manos tenían la destreza adquirida tras toda una vida sobre la cubierta de innumerables barcos y aun así, por momentos, tropezaban entre si con cierta torpeza. Lanzados a gran velocidad sus dedos parecían luchar por transmitir las emociones que su voz ya no podía expresar, las angustias, las alegrías, las maravillas atestiguadas.

Mientras relataba su historia mantenía la mirada fija en el recuerdo del sol, en la memoria del blanco fulgor del leviatán asesino entre la espuma de un mar embravecido. Si, también yo recuerdo aquel día.

La historia se alarga, se profundiza, menudea en los más minuciosos detalles y sobre nuestra playa cae la noche. La mirada de Ismael es inmune al silencioso laberinto de oscuridad que nos rodea. El tiempo simula detenerse y el débil candil de una luna renuente que apenas asoma hace resaltar el tinte azul violáceo de las infinitas rutas que las venas, y la vida, han marcado en su nariz. Cartas de marear tatuadas por el empeño del olvido en cientos de tabernas. Rutas que infructuosamente, obstinadamente, intentan extenderse a sus mejillas requemadas pero que irremisiblemente mueren contra el farallón rebelde de una barba hirsuta y canosa.

Conozco el final de esta historia, el final de su historia.

Con levedad poso mi mano en su hombro y el relato se detiene. Una sílaba se pierde entre unos labios temblorosos escurriéndose arropada en un suspiro resignado. Pero no tarda en asomar nuevamente el gesto pícaro, el anuncio de una sonrisa teñida de perdón. La mirada resuelta que durante gran parte de su vida había lucido en su rostro regresó diáfana y transparente de comprensión.

Lo ayudo a levantarse y con un lento ademán le invito a acompañarme. Titubea. Sigue aferrado al extremo del cabo aun después de dar un par de pasos. Sus dedos hábiles finalmente deshacen el último nudo que habían hecho y sueltan la cuerda que cae pesada y dócil en la arena.

He escuchado decir que me llevó a los hombres con un beso, no es verdad. Ismael y yo caminamos despacio por la playa abrazados como viejos camaradas. He estado muy cerca de él a lo largo de su azarosa vida y él finalmente me reconoce.

- Estabas allí… 
- Si.
- Y…
- También.

Siento en mi abrazo como sus hombros se relajan, como su cuerpo se yergue ligeramente, como el peso de la incertidumbre que atormenta a todo hombre sobre la tierra queda atrás, abandonado en la estela del olvido donde se hunden las cosas sin importancia. En la orilla el frío del agua en sus pies descalzos le detiene. Con una sonrisa abro su mano y en ella dejo caer dos monedas, dos piezas de oro, dos onzas de oro español como aquella que clavó Ahab en el mástil del Pequod. Las acaricia con el pulgar, hay cierta añoranza en la expresión de Ismael.

El viento sopla de través levantando pequeñas crestas en las suaves ondas que llegan a la playa, la ligera espuma vuela brevemente semejando chispas. Ismael cierra el puño, aprieta con firmeza las monedas decidido a no perderlas y continua avanzando. Lo seguí con la mirada mientras recorría el camino imposible que sobre las olas conducía a una luna gibosa e inquieta; una criatura blanca que apenas se vislumbraba rozando el horizonte, con sus cráteres como agujeros en la aleta de estribor, que parecía más dispuesta a regresar a las profundidades del mar que a esperar por Ismael y alzarse hacia el firmamento.

Lo acompaño con la mirada hasta el borde de lo visible. Pequeñas aves vuelan gritando sobre él. Finalmente un luminoso destello compite en silencio con la blancura del leviatán de los cielos y de nuevo la parsimoniosa oscuridad cubre este lado del mundo.

Ismael ha vuelto a casa y tras de si el gran sudario del mar se cierra y continua meciéndose como se ha mecido desde el inicio del tiempo.

Antes de irme me detengo unos segundos a contemplar el cuerpo sin vida de Ismael, sentado sobre un montón de cuerdas a la vera de un bote abandonado, con el extremo de un cabo de cáñamo entre las manos y un nudo a medio hacer.

Fin.













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