martes, 20 de junio de 2017

Moribundo




Deja que caiga la luna si ya no quieres sostenerla; deja que repose tu aliento en el cuello descarnado de la muerte, como un amante rendido que esconde su desamparo en un tierno pliegue de piel perfumada de tiempo.

Como un eco del vacío trémulo del fondo del mar en un recuerdo alucinado, deja que el silencio insondable desmadeje sus ruinosos rizos de algodón mojado en tu mente, deja que este viaje concluya y que te llene y te complete esta última, esta única certeza y... por lo que mas quieras... deja ya de escarbarte las heridas... que nada bueno saldrá de ellas, sabes que no hay remedio.

Deja que las estrellas rueden por el cielo, que las constelaciones sigan su curso, pues nada va a cambiar sea que las sostengas o las liberes...créeme... nadie está notando tu esfuerzo; el tiempo es ya tu enemigo y no hay manera de vencerlo. Se acaba la vida y sus afanes, sus carreras, sus estruendos. El sol llegará, no puedes evitarlo, y tal vez aun logre sacar algún destello de este charco rojo que tus dedos no pueden contener. Son dos tajos limpios, profundos… mueres, entiéndelo… y estás solo, ahora si es verdad que estás solo. Eres un moribundo.

Carajo...

No hay tal cosa,... un hombre “moribundo” … eso no existe, uno está vivo hasta el momento en que muere; un hombre que se ahoga no está muriendo, no es un moribundo, es solo un hombre vivo que se aferra con desesperación a su último aliento y lucha por contener un diafragma convulso que parece querer desprenderse en terroríficas sacudidas que se extienden por el cuerpo, dislocando el último atisbo de cordura, de conciencia, expandiendo inmisericorde la certeza de la muerte inevitable… un hombre que cae al vacío, un hombre que se desangra por dos tajos certeros, aun ahí, aun así, aun en ese momento irrepetible de total espanto ante lo inminente uno todavía está vivo, es tal vez el momento en que uno tiene mayor conciencia de la vida y su fragilidad, de su breve y azarosa temporalidad, de su impertinente banalidad.

Caminabas con prisa entre los caobos, de vez en cuando sonaba un seco chasquido en las alturas y decenas de semillas bajaban girando a tu alrededor como pequeñas galaxias gravitando en tu perfumada estela. No volteaste ni una sola vez, no cambiaste tu paso ni un instante, nada detuvo, ni demoró ni desvió tu decidido avance hacia tu hipotético futuro. Avanzabas como si la estúpida sombrillita blanca te impulsara al girar sobre tu hombro con estudiada y malintencionada coquetería.

Podía verte cada vez mas harta y exasperada por la larga discusión, hasta que aquello que tenías atravesado en la garganta irrumpió feroz y descarnado -No tienes donde caerte muerto- dijiste con evidente desdén justo antes de darte la vuelta y echar a andar, lo escupiste entre dientes, como quien dicta una sentencia incontrovertible e inapelable, pero por todos esperada, como quien destaca una realidad palmaria por lo evidente que surge a la luz del mundo reafirmada por unos ojos opacos y huidizos, tan lejanos de aquellos luminosos luceros que iluminaban mi mundo unos meses atrás; tan lejanos como está este humedal de aquel parque del mal recuerdo; lejanos como tu corazón lo estuvo del mío desde el momento en que empeñé todo lo que poseía en esta aventura que me cuesta la vida.

Mírame ahora mi niña bonita, aquí he caído… que gran tontería... ¿quién lo diría?. Ahora se me hace obvio que todos tenemos donde caernos muertos y puestos a ello, ¿qué diferencia puede haber?, basta con caer y morir; cualquier lugar sirve para el caso y una vez muerto ¿a quién puede importarle el sitio? ya el problema, si acaso, es de otro aunque al final ese “otro” resulte ser una parvada de gaviotas en una costa rota, árida e ingrata como esta.

Maldita sea esta “patria” y sus falsedades, maldita la vanidad y la fantasía, maldito el sueño romántico que nos venden de niños y maldita la voracidad con que nos atracamos con él como si fuese una montaña de pudin, malditas las prisas por crecer tan grandes y fuertes como imaginamos que otros nos imaginarán cuando sepan de nuestra existencia, la prisa por ceñirnos cada día la espada de nuestras opiniones sobre libertad, razón y justicia por la “patria” creyendo como imbéciles en sus luces fatuas y en sus sonoros cornos.

Es una gran diferencia cuando esas luces son disparos a tus espaldas en una interminable noche de espanto, piedras y barrancos; cuando esos cornos idealizados se tornan en los clarines del enemigo que te pisa los talones en tu vergonzosa y desesperada huida. Que pequeños nos volvemos cuando el acero corta la carne y marca un rubicón en nuestro cuero; cuando el estruendo del fin del mundo te abandona entre la niebla y se vuelve tan lejano que bien podrían ser las olas desmenuzando pacientemente las rocas de la costa un grano a la vez; cuando el viento amenaza con hacerte desaparecer de todas las memorias y la arena fría te arropa como una premonición cumplida. Casi aciertas mi niña, aunque el verdadero problema no era dónde podría caer sino que inevitablemente caería.

Las tristes nubes alargadas se pintan de rosado y naranja… amanece y no acierto a recordar en qué momento dejé caer la luna.

Tarda mas la muerte que los cangrejos en encontrarme… no tengo suerte, no tengo remedio.

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