miércoles, 9 de abril de 2014

Niebla



Nadie es inocente. Tal vez algunas personas durante algún periodo de su vida lo sean, tal vez... pero bien sabe Dios que yo no me cuento entre ellas. Me siento viejo y seguramente lo soy. Tal vez sea demasiado viejo ya para cargar con mis memorias, para seguir lidiando con mis recuerdos a la vez que sigo lidiando con la vida pero no hay nada que pueda hacer.

Aún faltan algunas horas para que termine mi turno ante el timón. El capitán y el resto de la tripulación duermen tranquilos, confiados en mi pericia y en mi conocimiento del río. La poca brisa que corre apenas es suficiente para agitar levemente las velas que cuelgan lacias, chorreando agua por la humedad de la niebla que nos envuelve desde el final de la tarde. Por fortuna en esta parte del río la corriente es suficiente para empujar con suavidad el barco hacia la bahía.

Nunca me ha preocupado la niebla. Allá en mi tierra era una constante, uno se acostumbra desde pequeño a vivir en ella, pronto se hace parte de uno, parte de la vida.

Crecí en una pequeña granja escondida en un alto valle al norte de los Cárpatos, en la lejana Rutenia. Mi padre, mi hermano y yo cultivábamos aquella estrecha tira de tierra y criábamos ovejas. Madre había muerto cuando yo aún era un niño de unas fiebres malignas así que no tengo recuerdos de ella.

Una vez al año, al final del largo invierno, mi padre llevaba la lana y otros productos de la tierra al lejano mercado donde los vendía o cambiaba por lo que fuese necesario para resistir otro año en aquel duro paisaje de montañas azules y afiladas peñas.

Tal vez sea la nostalgia pero creo que vivíamos bien, teníamos lo que necesitabamos, alimentos, una casa pequeña pero cómoda y acogedora, mucho trabajo eso sí, pero valía la pena, al menos yo era feliz.

Al morir padre mi hermano Rolfe quedó encargado de la granja, ahora él decidía que se hacía y cómo y cuándo se hacía; él llevaba la lana al mercado y el escogía y compraba lo que necesitáramos. No lo hacía mal, pero me imagino que si padre lo hubiese llevado con él alguna vez en alguno de sus viajes para enseñarle lo habría hecho mejor.

En una oportunidad se tardó más de lo acostumbrado y tras varios días de retraso lo oí llegar cerca del final del día, el ruido del carromato, los cencerros de los bueyes que tiraban de él y sus gritos me sacaron del sopor de una aburrida tarde de verano. Venía de pié en el pescante y me llamaba a grandes voces para que saliera a ver lo que traía. Traía una esposa.

María no era mucho mayor que yo, era casi una niña, no le calculé más de dieciséis o diecisiete años y aunque la veía un poco intimidada mostraba un gran aplomo mientras miraba todo con sus grandes ojos azules, mientras ayudaba a bajar las cosas del carro y mientras conocía lo poco que había que conocer de la casa y tomaba posesión del fogón y así, sin haberse refrescado ni cambiado, recién llegada, comenzó a preparar la cena.

Fue un gran cambio en nuestra vida, no solo porque hizo que, ahora si, valiese la pena sentarse a la mesa sino porque pronto toda nuestra ropa estuvo limpia y todos los desgarrones y partes gastadas fueron zurcidas y remendadas. Con la lana que conservábamos tejía fajas y cinturones, gorros; las rústicas pellizas de piel de oveja que usábamos para protegernos del frío pronto fueron cambiadas por verdaderos abrigos de lana.

María no paraba, todo el tiempo estaba ocupada con algo; había puesto orden en aquel desorden que era nuestra vida desde que madre había muerto y que se había agudizado desde que padre la había seguido. María había tomado el control, repartía tareas y obligaciones, vigilaba que todo se hiciera y ¡que se hiciera bien!, siempre con una sonrisa y una palabra o un gesto amable pero siempre inflexible. Fue un gran cambio en nuestra vida.

Pronto llegó el primer hijo, Viktor. Rolfe la acosaba cada vez que estaba cerca de ella y ella muchas veces se mostraba reticente. Yo pensaba que se trataba de mí, de estar los tres en aquella pequeña casa en la que no había espacio para la intimidad así que, si el tiempo lo permitía, me iba afuera sin decir palabra; en invierno me hacía el dormido roncando con fuerza e insistencia mientras duraban las urgencias de mi hermano. Nada cambió para María, aún embarazada, aún con el crío colgado del seno ella se afanaba en sus quehaceres siempre con su sonrisa, siempre con ese brillo en sus ojos azules.

Mi hermano seguía yendo al mercado todos los años y yo quedaba con ella y pasaba esas semanas en aquella soledad sin poder quitarle los ojos de encima, oliendo todas las hierbas del campo en su ropa cuando se acercaba tanto a mí al servirme la cena, tan cerca de mí que me mareaba y tenía que sujetarme con fuerza al borde de la mesa para no caer, para no salir corriendo, para no sujetar su brazo…

Un día volvía del potrero, recogía las ovejas para pasar la noche y la vi frente a la casa, doblada sobre un barreño lavándose, el cabello recogido en un alto moño, la camisola de lino sin mangas empapada y sus senos pequeños trazando dibujos contra la tela mojada cada vez que se movía al echarse agua en el cuello o en las axilas… tardé en reaccionar, estaba hipnotizado, cuando me di cuenta ella me miraba divertida, con los brazos en jarras y la tela pegada a su cuerpo; me señalaba las ovejas que habían vuelto a desperdigarse por el campo. Muy poco me importaban ya las benditas ovejas, caminé decidido hacia ella, la levanté en vilo y sobre la paja apilada a un costado de la casa su débil resistencia pronto se convirtió en íntima complicidad.

En los tres años que siguieron María trajo al mundo dos hijos más, Alex y Lukas, no sabría decir si alguno de ellos era mío.

Un año bastante malo, el segundo consecutivo, fue muy poco lo que Rolfe pudo llevar a vender, aún así cuando regresó venía muy excitado, entusiasmado. En la taberna del pueblo donde se realizaba el mercado había escuchado cómo le leían una carta a un parroquiano. No podía dar crédito a lo que escuchaba y durante los días que estuvo allá y durante el largo camino de regreso a nuestro estrecho valle se fue gestando el proyecto, se fue consolidando el sueño. Iríamos a América.

Calado hasta los huesos por la fría mortaja de niebla que me rodea hago sonar la campana de bronce que cuelga sobre la bitácora a intervalos regulares. La perceptible agitación de las aguas y el olor me avisan que nos acercamos a la desembocadura del río; hay que tener cuidado, en esta parte hay más tráfico de botes y barcos; más allá está la barra y al fondo de la bahía la ciudad.

La ciudad.

No ha cambiado mucho desde que llegamos, sin duda ha crecido, hoy hay puentes y edificios que entonces no existían, la ciudad ha crecido a lo ancho y a lo alto. Millones de personas siguen llegando a ella de todas partes del mundo; muchos se van buscando horizontes más lejanos pero son más los que se quedan en ella y de estos son muchos los que mueren sin que nadie note su falta. Esta ciudad se levanta hacia el cielo sobre la miseria de la tierra. De los sórdidos callejones y nauseabundos pozos de oscuridad y violencia ocultos a los ojos de Dios nació; de ahí surgió la fuerza que la levantó.

Rolfe había aprendido algo de húngaro y de polaco en sus viajes al mercado negociando los animales, la lana y todo lo que llevaba y lo que necesitábamos a hombres venidos de otras tierras. Gracias a ello pudo entenderse y medio entablar amistad con un polaco que también viajaba con toda su familia mientras estuvimos retenidos en aquella pequeña islita a la vista de la ciudad.

Con ellos fuimos a dar al barrio polaco, un verdadero ghetto, uno entre cientos que componían la ciudad, donde finalmente y al borde del pánico y pagando el precio de un palacio conseguimos alojamiento en el segundo piso de un anexo de tablas mal levantado, al fondo de un estrecho callejón sobre un patio de fétidas aguas estancadas, basura, barro y ratas del tamaño de un perro.

El espacio era mayor que el que teníamos en casa pero María, Rolfe, los tres niños y yo tendríamos que ingeniárnoslas para acomodarnos en él, lo compartíamos con otra familia.

Al cabo de unas semanas mi hermano y yo logramos encontrar trabajo en los muelles como estibadores, el puerto tenía una actividad frenética, los barcos entraban y salían, cargaban y descargaban uno tras otro sin parar. María en casa cuidaba de los niños y sentados en el colchón que era la cama familiar hacían collares de abalorios y flores de papel que después salían a vender.

Pasaban los meses y nuestra situación no mejoraba, el invierno fue crudísimo ¡y nosotros sabíamos de inviernos y de frío! pero aquello era diferente, la humedad reinante y permanente lo hacían insoportable, además nuestros abrigos ya solo eran un recuerdo de lo que fueron y no podíamos encender un fuego decente para calentarnos por temor a provocar un incendio, teníamos que conformarnos con una hornilla de carbón y la estufa común para intentar caldear aquella habitación.

La amargura de Rolfe crecía día con día, trabajábamos como verdaderos animales por un jornal miserable y por más que María se esforzaba con sus collares, bordados y flores estábamos siempre rayando en la frontera del hambre; no fueron pocas las veces que nosotros tuvimos que dejar de comer para que los niños pudiesen llevarse algo a la boca. Rolfe estaba todo el tiempo de mal humor y sus visitas a las tabernas eran cada vez más frecuentes.

Viktor, mi sobrino mayor, logró hacerse un lugar entre los niños que repartían el periódico. Me partía el alma. Prácticamente tenía que dormir en la calle, acurrucado en los portales del edificio del periódico para ser de los primeros en recibir un pesado bulto de papeles impresos; era la única forma, de otro modo no tendría oportunidad de llevar aquellos magros pero necesarios centavos a la casa cada día.

Yo estaba cansado ya de doblar el lomo bajo pesados paquetes, sacos, cajas. Todo el tiempo tenía la piel de las manos en carne viva por tirar de las cuerdas de las grúas y cabrestantes y ya estaba harto, francamente harto de recibir regaños por las ausencias de Rolfe y de los problemas y peleas causadas por su mal carácter. Después de muchos intentos conseguí una plaza en una de las pequeñas goletas mercantes que hacían la ruta de los ríos; el salario era mucho mejor y aunque eso significaba estar ausente por semanas la paga la recibía al final del viaje por lo que podía ayudar mejor a María a solventar los gastos de la familia entre viaje y viaje.

La niebla se deshace en fantasmagóricos jirones mientras el barco se acerca a la barra, a duras penas se distinguen los destellos del faro, fogonazos de un amarillo sanguinolento velados por esta pared movediza que apenas permite ver unas brazas más allá de la proa, a veces el destello llega en un momento en que la niebla se ha abierto un poco y es tan breve que da la impresión de haberse detenido el tiempo y el movimiento de las olas por un instante y así me parecía que transcurría mi vida y la de mi familia en aquellos primeros viajes. Como destellos de angustia que cortaban la monotonía de mis ausencias.

Un día llegue a la casa y me encontré a María sentada con la labor en el regazo y la mirada opaca, sus ojos azules velados por la niebla de la tristeza, Alex y Lukas dormían acurrucados en un rincón; llorando desconsolada me contó que a Viktor lo había golpeado un cabriolé al cruzar una avenida, el conductor no se detuvo, ni siquiera volteó; azotó con las riendas el lomo del caballo y se perdió de vista. Había sido muy grave. Pocas horas después Viktor había muerto y como ella no tenía dinero lo habían llevado al campo de misericordia y lo habían enterrado en una de esas fosas comunes. Rolfe se había enterado dos días después de lo ocurrido cuando llegó a casa, la había culpado a ella y la había golpeado.

En otra ocasión al llegar encontré a los niños solos, al cuidado de una pareja de ancianos que acababa de mudarse a aquel antro que llamaba “casa”. María había estado enferma, los vecinos creyeron que era el tifus y las autoridades se la llevaron al sanatorio. No, no sabían donde estaba Rolfe, no lo conocían. Tardé mucho en encontrarla y me costó casi toda mi paga lograr que me dejaran llevármela a casa. A mi hermano no pareció importarle nada de aquello, iba y venía cuando y como le venía en gana sin preocuparse de nada, ni por los niños ni por su mujer ni por nada.

Un día al abrir la puerta me encontré toda la habitación invadida por desconocidos, todos me miraban y no parecían entender nada de lo que yo les decía, evidentemente hacía muy poco que habían llegado a estas tierras, la única respuesta que obtuve cuando ya me desesperaba preguntando por María y los niños fue la amenaza de unos cuchillos rápidamente desenfundados de sus cintos y blandidos con cautela pero con determinación. Tuve que retirarme.

De regreso en la oscura escalera una vieja roñosa y desdentada, esa vieja roñosa que había estado ahí toda la vida sentada en un cajón, tanto tiempo que ya parecía parte de la edificación sujetó la manga de mi camisa, yo retiré el brazo con repugnancia y alce la mano dispuesto a darle una bofetada y ella echándose hacia atrás movió la boca como si intentara recordar como hablar. Finalmente con su voz rota y en un polaco que me costó mucho trabajo entender me dijo - Está muerta - y me lo repitió varias veces como si esa horrible frase le sirviera para retomar la capacidad de comunicarse.

Me contó cómo un día había visto a Rolfe esforzarse por subir la escalera, completamente borracho, resbaló y se cayó varias veces, finalmente había llegado al rellano, había abierto la puerta empujándola con todo el peso de su cuerpo y sin molestarse en cerrarla y dando traspiés había llegado a donde estaba María y halándola por el cabello había intentado besarla mientras con mano torpe intentaba quitarle el vestido. Ella se negó y lo rechazó. La vieja me contó cómo la había golpeado enfurecido mi hermano, la vieja había visto todo lo que sucedió después, los golpes, los gritos, el horror… me contó como llegó la policía horas después, demasiadas horas después y lo encontraron a él aún tendido durmiendo la borrachera y a ella con la falda levantada, rota, desmañada en un rincón como una muñeca de trapo olvidada… muerta.

A él se lo llevó la policía, no sabía qué estaba pasando, no entendía quién o por qué se lo estaban llevando. A ella también se la llevaron, cubierta con una sábana sucia. Y la vieja me contaba todo esto y de súbito se me detuvo el corazón y me faltó el aire, se me hizo un nudo en el estómago y agarrándola y sacudiéndola por los huesudos brazos le pregunté desesperado - ¿Y los niños?, ¿dónde están los niños? - ella me miró un momento y lentamente levantó los hombros en un gesto elocuente.

Pasé muchos días buscándolos, por los rincones, los callejones y portales; por los sucios patios y por las quebradas, preguntando a todo el que se me cruzaba. Nunca los encontré. Si hubiesen sido niñas tal vez habría sido mucho más fácil; las niñas abandonadas no duran mucho en la calle, siempre hay un alma caritativa que las recoge y las atiende siempre y cuando ellas atiendan bien a los clientes, pero los niños no. Con los niños es diferente.

La niebla cubre la bahía ocultando la ciudad, no va a durar mucho más, en este espacio más amplio sopla el viento del océano que pronto la barrerá y no falta mucho para el amanecer.

- Buenos días Maestre, ¿alguna novedad? -.
- Buenos días Capitán, no señor ninguna, todo en orden -.
- Bien -.

La goleta poco a poco toma velocidad, atravesamos la bahía y a estribor veo la baja silueta de aquella pequeña isla donde llegamos hace tantos años cargados de esperanzas, contagiados por el sueño de Rolfe.

Todavía están ahí aquellas largas barracas donde tuvimos que quedarnos mientras se arreglaban los papeles, donde un día el jefe de estación convenció a María de vestir sus mejores galas y posar para él, quería tomarle una fotografía y ella se sentó muy quieta con su chaleco y su blusa bordada, su faja tejida a mano y su pañuelo de lino… y sus collares, todos sus collares; nerviosa, seria, con su piel quemada por el sol y el salado viento marino no se atrevía a mover ni siquiera sus ojos, sus hermosos ojos azules

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